La chica

Ella duerme junto a mí, como cada tarde, tumbada de costado sobre la hierba, bajo las ramas quietas. Completamente relajada en el calor, en este silencio que reúne el de miles de pequeños seres. Me gusta adormecerme así, asegurándome de que está viva y me sigue protegiendo. Las criaturas terribles de mis sueños no tendrán a su lado ningún poder.

Han pasado seis inviernos desde que nos encontramos. Recuerdo haber pasado mucho frío, mucha hambre y mucho miedo. Recuerdo la noche en que me rendí y cerré los ojos deseando no volver a abrirlos. El cansancio infinito, el desánimo, la entrega a la tierra. Y luego, lo negro sin tiempo. Y después, una sensación tibia en la espalda y un sonido grave, tranquilizador, como el ronroneo satisfecho de mis gatos cuando aún nos acompañaban, antes de que dejaran de ser mascotas y se convirtieran en comida. Entonces abrí los ojos.

Me acostumbré a dormir acurrucada contra ella, rodeada por ella, entre sus patas y su cálido cuerpo, donde no había frío, ni miedo, ni soledad. Ni hambre, porque esa primera noche reaprendí a mamar. Supe que ella también necesitaba que la aliviase de esa manera. Estaba claro que acababa de perder a sus cachorros y yo me había presentado allí para sustituirlos.

Era imponente, enorme. Estirada en la tierra al descansar era el doble de larga que yo. En su boca podría haber entrado mi cabeza. 

Era fuerte y segura. Ningún ser del bosque podía sostenerle la mirada. Solo yo. 

Era silenciosa y, en el bosque, invisible. Las luces y sombras de su piel se fundían con las de los árboles y la hierba alta. Se acercaba a sus presas muy despacio, con una atención perfecta y paciente de todo el cuerpo y ellas no podían percibirla hasta el salto final, cuando casi ya no había tiempo de escapar.

Era suave y sensible. Aún lo es. No una máquina terrible de matar, sino un milagro de belleza y energía, de equilibrio y delicadeza.

Nunca hace nada contra los animales pequeños. Ellos lo saben, porque se acercan sin cautela , como si no estuviéramos ahí. O quizá sintiéndose protegidos en su presencia. Al principio esto me sorprendía mucho, pero tampoco yo misma me había asustado al despertar aquella primera madrugada y ver sus ojos brillantes fijos en los míos.

No. Con ella siempre me he sentido segura. Me acompaña y me guía apenas sin hacer, solo con su presencia. A mi alrededor se había agotado la vida y dentro de mí se había extinguido la confianza. Entonces vino ella, como una parte desconocida de mí, a despertarlo todo y a revelármelo todo.

Y todo es tan sencillo. Las muchas cosas que antes amaba, temía, anhelaba u odiaba, desaparecieron y ahora son recuerdos que me hacen sonreir. Y mi atención está solo en lo inmediato de la vida. Y en ella, que es la mano de la vida.

He crecido con ella y aún crezco y cada día soy más fuerte. He aprendido a cazar junto a ella. Y ahora veo el modo de ser útil y expresarle con hechos mi gratitud. Sus fuerzas van menguando y también va perdiendo la vista. Ahora necesita mi ayuda para encontrar la presa. También para acercarse más que antes, pues su salto es más corto. Y día a día, conforme avanza su deterioro, encuentro nuevas formas de ayudarle.

Ella lo sabe. Cuando quiere cazar se levanta y me mira. Se queda quieta mirándome, con el cuerpo apuntando hacia los árboles y la cabeza vuelta hacia mí. Me espera. Solo entonces se comporta así. No me necesita para nada más. 

Entonces dejo que mi atención se abra, empiezo a andar y busco. Despacio, dejando que mis pies sean tierra con la tierra, como hace ella. Me sigue a algunos pasos de distancia guiándose sobre todo por el oído pues, aunque yo no oigo mis pasos, ella sí.

Cuando veo a la presa me detengo y empiezo a avanzar de otra manera, que ella detecta de inmediato. Procuro agacharme y mis gestos son cortos y muy lentos, solo un brazo, una pierna cada vez y me detengo, hasta que sé que ella ha localizado a la víctima. Entonces ya no avanzo más y espero. Lo que queda es ya solo para ella.

Si al acercarme cometo un error y quiebro una ramita o desplazo un guijarro alertando al animal, a veces este no se alarma tanto como para saltar y huir y se queda mirándome indeciso. Entonces me relajo para cambiar de táctica. Miro alrededor y busco algo que ofrecerle, un bocado apetitoso, casi siempre una fruta o un puñado de bayas. Procuro llevar siempre algo así en el morral. Muchas veces esto funciona, porque desde hace tiempo han desaparecido las amenazas en el bosque y creo que ahora solo ella necesita animales grandes para sobrevivir. Muchas de las presas nunca se han cruzado con un depredador. Así que me muevo con naturalidad y confianza y le ofrezco el regalo. Casi siempre acaba acercándose y lo coge. Un instante después mi compañera cae sobre ella.

Sé que todo esto acabará. Pronto será incapaz de terminar la caza y yo tendré que hacerlo en su lugar. Lo haré, aunque aún no se me ocurre cómo. Le daré todo el tiempo de vida que pueda y estaré a su lado cuando muera. Cuando la siento dormir a mi lado, pienso en ello y me inunda la tristeza. Pero cuando despierta y sus ojos serenos me buscan, no hay tristeza posible.

Mientras pueda, quiero fijar sus ojos en los míos, seguir aprendiendo a mirar como ella mira, como me miró aquella noche alejando el miedo para siempre. Vivir como ella vive. Sin escaparse nunca hacia ninguna cosa imaginaria. Ella está siempre aquí, siempre conmigo. ¿Acaso cuando deje de respirar se irá? ¿O será ese el momento en que consiga entrar a respirar en mí, ya para siempre?

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