La paciencia

El maestro ya casi no habla. Solo lo imprescindible para la vida cotidiana. Deme un kilo de arroz. Buenos días, buenas noches. Sí, por ahí se va a la ciudad.

Responde a las preguntas corrientes con sencillez y amabilidad. Si le preguntan sobre temas filosóficos, psicológicos o religiosos, responde casi siempre con una sonrisa de comprensión y afecto. A veces con una risa infantil. Pocas veces con palabras y son pocas las palabras y nunca categóricas.

Hace unos años sufrió una crisis profunda que le hizo examinar con atención su modo de relacionarse con los que venían a él en busca de ayuda.

Sucedió por amor. Como un milagro. Vio en otro ser humano la natural belleza del proceso de intentos, intuiciones, errores, dolor y gozo que acompaña el crecimiento de la confianza. Fue un instante. Una simpleza invencible vibraba, brillaba y crecía en el fondo del alma que estaba mirando. Supo que el proceso liberador de ese ser humano que contemplaba no podía detenerse, aunque atravesara cualquier momento de distracción o aparente retroceso. Y al mirar así, estaba mirando a la vez a su propia alma.

Este suceso se repitió muchas veces con otros seres humanos. Entonces pensó en sus torpes esfuerzos de ayudar y sintió vergüenza. Deseó conservar esa mirada de gracia para siempre y no hacer nada que pudiera entorpecerla.

Su modo de ayudar era antiguo y prestigioso. No lo había inventado él. Tenía habilidad para hacer preguntas transformadoras, que sacudían las inercias mentales del otro. Y tenía intuición y recursos para identificar esas inercias. Había desarrollado mucho esa habilidad.

Pero a la luz de su visión, comprendió que tendía a hablar demasiado. Entonces estuvo un tiempo examinando esa tendencia. Prestando toda su atención cuando hablaba. Se dio cuenta de que muchas veces, cuando intentaba ayudar a otro, se situaba en las experiencias de su propia vida y su mirada abierta hacia el otro perdía claridad.

Se dio cuenta de que su ego le había impedido ver que no había terminado su formación. Era este ego, que tenía aún el control, quien extraía las preguntas que hacía a sus discípulos de las respuestas que tenía anotadas y organizadas en su manual mental de sabiduría. De ese modo, invertía el proceso natural de la vida y cubría con sus propias preguntas las que el alma a quien quería ayudar estaba a punto de aflorar por sí misma. Esto ahora le parecía una especie de intromisión peligrosa e inútil. Admiraba el hermoso diseño del camino único de cada persona y le parecía sagrado e intocable.

Así que se dio cuenta -pero ahora con alegría- de que no era un maestro, sino un aprendiz. Y surgió en él un deseo nuevo. El deseo de no interferir, de no dificultar ni mediatizar el libre proceso de los otros.

Abandonó todos los manuales. Conservó con cariño y gratitud los libros inspirados que le habían servido para afrontar la vida. No los rompió ni los rechazó, porque recordó que en sus páginas ya estaba escrita la advertencia de que eran solo un apoyo temporal y no debía darles poder sobre su propia libertad.

Ahora sabe que las preguntas deben ser genuinas, encontradas por uno en sí mismo, no formuladas por otro. Las preguntas que nacen así llevan en sí mismas las respuestas adecuadas, que se manifiestan en el momento oportuno.

Sabe que es un ser humano, al mismo nivel que todos los demás. Como los demás, tiene una mente llena de creencias, ideas y sugerencias de cosas que se podrían hacer para mejorar la realidad. Tiene un ego que anhela revestirse de todas estas cosas, para mostrarse él mismo mejorado. No entra en lucha con él, ni lo rechaza. Pero no siempre lo necesita. Y le está permitiendo descansar.

Está aprendiendo el arte de la paciencia.

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