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"Era mi padre"

Desde la adolescencia crecí inseguro de mi origen, interpretando las débiles señales de mis padres como evidencias de algún misterio familiar inconfesable.

El único hermano de mi padre había muerto muy joven, a los 28 años, por causas confusas relacionadas con la mujer que amaba. No obtuve un relato más o menos claro de esa historia hasta hace muy poco, cuando para mí ya importaba poco.

Los dos hermanos eran camaradas y compartían casi todo. Solo se llevaban dos años. Muy deportistas, ambos en la élite local del atletismo. Compartían amistades y también el trabajo. Eran socios únicos propietarios de un taller mecánico de mucho éxito, el mayor en la Zaragoza de la posguerra, que tenía a la muerte de mi tío unos 30 trabajadores. Se ganaban muy bien la vida.

Al morir dejó a mis abuelos destrozados para siempre. No pudieron recuperarse. Solo puedo recordarlos de luto extremo, jamás les ví una sola prenda más clara que el negro bruñido por los lavados, a excepción de las camisas blancas del abuelo, que mi madre le obligaba a llevar en los últimos años cuando, ya viudo, vivía en mi casa. Antes de eso, hasta las camisas eran negras.

El luto no era solo exterior. Eran incapaces de cualquier emoción ligera, no digamos de alegría. Todo en ellos era amargura, rencor y odio. Odiaban a mi madre y procuraban aplastar cualquiera de sus expresiones de vida. No soportaban oírla cantar, cosa que le encantaba. Procuraban hacerle conocer su odio todos los días. Mi abuela me enseñaba a defenderme de los tortazos de mi madre poniendo el codo de manera que se hiciera daño. Y me enseñaba a contestarle cuando me regañaba. Pasear con mi abuela era oírla criticar a mi madre sin parar. Quería separarme de ella.

Odiaban y despreciaban a mi padre ¡y se lo decían muchas veces! ¿Por qué no te morirías tú, en vez de tu hermano?

Sin embargo, a mí me querían mucho. Me mimaban y les gustaba tenerme cerca. Me acompañaban cuando estaba malo y me contaban cosas del pueblo. Cuando estuve en cama cerca de tres meses por una hepatitis, a los 8 años, mi abuelo no se separaba de mi cabecera más que para dormir. Como no sabía muy bien de qué hablar, me leía el periódico entero. Muy despacio, claro, casi sílaba a sílaba, porque no estaba entrenado en la lectura.

Nunca se hablaba de mi tío. Solo sabía que había muerto de pulmonía, después de noches desesperadas de borrachera, a consecuencia de alguna tragedia de amor. Eso y un par de fotos en el grupo de amigos.

Mi padre me trataba con un desprecio activo y humillante, la misma actitud de los abuelos para con mi madre. Nunca me dedicaba una palabra amable y aprovechaba la mínima ocasión para hacerme ver que yo era completamente inútil para todo.

Mi madre y mis tías (sus dos hermanas) me adoraban y me protegían. En exceso, quizá, como veo ahora, pero lo entiendo. Yo nací el primero de toda la generación de primos. Pasaron 4 años hasta que nació el segundo. En esos años concentraron en mí todo su instinto maternal.

¿Qué niño puede asimilar todo este desconcierto? En algún momento, a los 13 o 14 años, empecé a construir con aquellos datos una historia que explicase todo el dolor que se respiraba en mi familia, como si entenderlo fuese a ayudarme a vivir en él.

Poco a poco fui construyendo el argumento del misterio. Con los datos insuficientes que caían a mi alcance, encolados y completados con la imaginación. La historia era así de simple: Mi padre no era tal. Yo era hijo de su hermano. Mi padre lo supo. Estalló el escándalo puertas adentro. La consecuencia final fue que mi tío deliberadamente se entregó a la farra con desprecio de su vida y murió. Mis abuelos me querían porque era lo único que les quedaba de su hijo predilecto. Mi padre se había visto obligado a cargar conmigo.

Me parecía que esto explicaba toda esa montaña de odios y desprecios. Y sobre todo, en lo que me concierne, explicaba el odio y el desprecio que sufría de mi padre. Intenté averiguar datos más claros, pero fue imposible. Yo no confesaba el motivo de mi curiosidad y nadie quería hablar de esas cosas.

Y así crecí. Mi padre nunca hablaba conmigo y nunca elogió nada de lo que hice. Nunca me hizo un regalo de cumpleaños. Nunca me ayudó en nada. Conocía muy bien su desprecio, gracias a su frase preferida: tú lo que eres es un inútil. Y yo, inseguro pero prepotente, con un rechazo a cualquier tipo de autoridad y lleno de iniciativas que superaban mi capacidad y que acometía con gran energía pero abandonaba al primer contratiempo, tampoco podía contradecirle con hechos. Todos mis proyectos fracasaban o me aburrían.

Desarrollé una oposición declarada a su figura. Cuando se ponía humillante o violento con mi madre, yo saltaba como un resorte a defenderla con gran agresividad, hasta los empujones y los puñetazos, de los que nos separó mi madre varias veces. Esa fue siempre nuestra relación. Me marché muy joven de casa y me casé por primera vez a los 21 años.

A los 52 años me había casado tres veces, había tenido cinco hijos, había dejado varios buenos trabajos. Y llevaba 30 años explorando distintas prácticas espirituales, en busca de la paz interior.

Entonces él enfermó. Una mancha en la cara creció y se reveló como carcinoma. Durante los primeros meses lo negó, recurrió a curas con arcilla y con ajos, las dos panaceas de su fe en el naturismo. Luego se vio obligado a entregarse a los médicos y empezó una serie de operaciones, transplantes de piel, vendajes de momia y debilitamiento.

Y con esa debilidad progresiva llegaron los cambios en nuestras vidas. Recuerdo como una revelación la primera vez que lo visité en el hospital, tras su primera operación. Algo en él y algo en mi mirada había cambiado. El había aceptado que no era dueño de su vida y consentido en que otros, los médicos, tomaran los mandos. Se había entregado. Y yo lo veía ahora con un sentimiento nuevo de compasión. Me fue fácil entonces pedirle perdón por todas mis rebeldías. Inmediatamente me respondió con total apertura, desmontando cualquier resto de duda en mí. Me dijo cómo siempre me había querido, cómo nunca había sabido expresarlo, cómo lamentaba nuestros episodios de violencia; lo orgulloso que se sentía de ver cómo había cambiado yo, cómo había conseguido llevar adelante mi vida.

Estaba frente a mí diciendo todo eso y yo sabía, más allá de cualquier duda, que era cierto. No estaba solamente oyendo sus palabras. Estaba viéndolo y oyéndolo a él, que me hablaba con todo el ser. Estaba viendo, por primera vez, a mi padre. Creo que por primera vez estaba viendo de verdad a una persona. Mi padre fue la primera persona que de verdad ví.

A partir de entonces tuve muchas confirmaciones de ese cambio. Constaté repetidamente cómo él hablaba bien de mí a todos. Me dí cuenta de que él también había vivido aquel momento de unión.

El proceso de su enfermedad duró tres años y fue muy duro. El último año lo pasó sin salir de casa, porque no quería que nadie lo viera así, con la cabeza vendada sobre las horribles llagas y las cicatrices de los trasplantes. Tuvo fuertes dolores y soportó altas dosis de todo tipo de fármacos. Todo lo contrario a lo que había sido siempre su modo de vivir.

Aparte de las operaciones, no fue hospitalizado y vivió la enfermedad y la muerte en casa, con sus hijos. Fue dejando caer ante nosotros todas las ideas y costumbres a las que antes se aferraba. Manifestó una generosidad y una humildad que antes no le habíamos conocido. Se fue dejando a sus hijos mucho más unidos.

En el funeral, por impulso, me levanté al altar de la capilla y hablé bien de él a todos, dí gracias por él, agradecí la vida que él me dio, me despedí de él, recordé a todos la alegría de haber podido compartir con él momentos de claridad.

Una vez que se ha manifestado el sentido de todas estas cosas, sin esperarla ya, he recibido la información que me faltaba. He sido libre para volver sobre mis pasos y reabrir las relaciones que interrumpí en la juventud. Al recuperar el contacto con las hermanas de mi madre, he sabido que mi tío Jesús sufrió un terrible choque emocional al comprobar la infidelidad de su novia, a la que toda la familia conocía y con la que estaba a punto de casarse. Se entregó al desánimo, se debilitó, perdió las ganas de vivir y en pocos meses cayó enfermo y murió. Y esa muerte desencadenó la muerte en vida de sus padres y los transformó de tal modo que solo pudieron dar al hijo superviviente el agobio de su amargura. Mi padre tuvo que aprender a vivir con eso y era inevitable que lo transmitiera a sus hijos . Afortunadamente la muerte de su hermano sucedió cuando ya era adulto y responsable de su vida y ya no vivía con ellos. Y pudo soportar esa carga. Y afortunadamente esa herencia de sufrimiento no pudo apagarlo por completo y dejó en mi memoria profunda algunos trazos luminosos, pocos pero vivos, que han salido después a la luz. Como la escena que más recuerdo de él, en la que caminamos juntos y solos por el bosque, recogiendo fresas silvestres al primer sol de una mañana de junio. O cuando le acompañaba a la piscina, me enseñaba a nadar y yo admiraba su cuerpo de atleta. Estas escenas son ahora como medallas doradas en mi pecho.

En cierto sentido, sigo haciendo lo que hice en el funeral. Quiero seguir haciéndolo. Expresar mi gratitud por mi padre y, a través de él, por la vida que recibo a cada instante. Decir cómo me sorprende la belleza del diseño de la vida. Qué misterio tan profundo hay en el tiempo. De qué forma se unen en el presente todo el dolor, el gozo, todas las experiencias del pasado para abrir justamente esa puerta que ahora debe abrirse. Y qué necesarias son en mi vida todas las personas que la pueblan. Y cómo pueden el odio, la violencia, el sufrimiento, la soledad y el infierno disolverse en instantes y dar paso a la claridad.

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