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"El juego de los nombres"

La pasión de amor suele durar lo que tardan los enamorados en conocerse. Ellos lo sabían, porque lo habían comprobado muchas veces en sus amigos, pero para sí mismos no quisieron aceptarlo. No renunciarían al sabor de esa vida exaltada que estaban disfrutando. Así que idearon un modo de poder vivir sin límite de tiempo el proceso extenuante de acercarse sin llegar a poseerse jamás.

Temían llegar a conocerse por completo. Debían ser conscientes de qué cosas ignoraban del otro. Debían intentar conocerse, pero confiaban en que no lo conseguirían nunca. Tenían fe en lo ilimitado de sus almas, en que siempre quedarían zonas ocultas que mantendrían vivo el misterio.

Así iniciaron el juego de los nombres. Era una especie de recurso para exorcizar el hábito. Escoger un nombre veraz para el otro, no un nombre idealizado, sino uno que revelase un aspecto real de la personalidad, del físico, las habilidades o torpezas, o la manera de hacer las cosas. Cada nombre tendría validez solo durante un día. Luego sería desechado y buscarían otro nuevo.

El juego funcionó bien alrededor de seis meses. Entonces se dieron cuenta de que se les estaban acabando los nombres veraces y empezaban a escoger nombres idealizados o imaginativos. Decidieron cambiar el juego. Pensaron que debían ir más lejos.

El problema era que estaban consumiendo los nombres y a la vez estaban consumiendo el amor. Habían equivocado la estrategia. Se les ocurrió que debían hacer justo lo contrario de consumir. Y también que no debían jugar en el terreno de las palabras, pues estas les llevaban a la larga a algo superficial e ilusorio.

Jugarían con su misma relación, con el tiempo que pasaban juntos, con la atención que se dedicaban el uno al otro. Extenderían todo eso para hacerlo cada vez más ancho y menos intenso. En vez de escalar una montaña de placer tras otra, prolongarían el tiempo como una llanura de hierba y así llenarían sus vidas de un contacto suave. Buscarían expresiones más tranquilas de la emoción, caricias más sosegadas, más espacios de silencio entre las palabras. Nunca tendrían prisa. Un solo nombre les bastaría para eso. Compañero. Compañera.

Así consiguieron mantener el interés hasta seis años. Entonces empezaron a ver que ya no había más espacio que ocupar, que el amor se estaba convirtiendo en una dulce costumbre. Y les dio miedo, porque recordaban cada vez más los primeros tiempos de los nombres apasionados, cortantes y excitantes.

Se tomaron un tiempo para examinar el problema. Y vieron que aún no era tarde. Que aún conservaban un resto de la atención, de interés en el otro. Aún querían estar juntos. Aún se amaban, a pesar de que se conocían muy bien. Se conocían bien y, sin embargo, había algo al fondo, detrás, que les quedaba oculto, inaccesible.

Entonces se dieron cuenta de algo más. Ya no bastaban los detalles. Querían conocerse de un modo absoluto, hasta el extremo de fundirse y no ser más dos, sino uno.

Y empezaron a buscar el modo. Como lo buscaron con la paciencia infinita del amor, lo encontraron. Ahora están aquí, conmigo, y yo los amo. No se dan nombres ya. Ya se conocen.

Seguramente ahora te preguntas qué fue lo que encontraron, cuál fue el modo de conocerse sin dejarse de amar. Me hicieron prometer que no os estropearía esa hermosa sorpresa.

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