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"La casa vacía"

Sale a su paseo matinal con desazón. Sabe que volverá a pasar frente a la casa deshabitada que le atrae. Claro que puede desviarse y rodearla otra vez por cualquiera de las sendas que los animales del bosque trazan con sus costumbres. Pero en algún momento tendrá que enfrentarse con ella.

Su propia casa queda, como cada mañana, ordenada y limpia, con las ventanas cerradas, las persianas casi del todo bajas y las cortinas corridas, para proporcionar la penumbra tamizada y suave que le gusta. Depende de su casa, llena de los objetos familiares que ha ido reuniendo poco a poco. Le da seguridad saber que, en cualquier momento, si siente miedo puede volver a refugiarse en esa soledad.

Consciente de lo inevitable camina ya decisión hacia la casa vacía. Se detiene y aún duda un momento. Contempla el porche ancho en sombra, los cristales de las ventanas, la puerta de madera clara. Piensa que la maleza no agrede la casa, sino que armoniza con ella.

Sube los tres escalones del porche. La madera no cruje. Le inunda una extraña esperanza. La puerta se abre sin oponerse. Se anima y entra ya.

Hay pocas cosas, mucho espacio, ninguna presencia. Todas las puertas están abiertas, las ventanas sin persianas ni telas. Le atrae de inmediato la luz de la mañana que entra por el fondo. Se acerca a la ventana y mira afuera. La pradera abierta, sin vallas, un jardín espacioso y salvaje cubierto de rocío, deslumbrante de reflejos.

A su izquierda, dos aves levantan el vuelo desde la hierba y siguen elevándose. Se alejan tan juntas que se van fundiendo en un solo punto, tan lentas que el tiempo se detiene.

Se le queda la mirada unida al cielo. Se siente flotar hacia el azul, en el centro de una extensa paz. No siente que las lágrimas brotan y llora su primer llanto sin tristeza. Las lágrimas llaman a todas las tristezas y negaciones anteriores y las llora ya sin temor. Como no corre el tiempo, se queda llorando en esa quietud hasta que se seca por sí sola la fuente.

Cuando vuelve a sentir la casa a su alrededor, se mueve enseguida. Da una mirada circular y detiene los ojos ahora con más atención en los detalles. Pasa ligeramente la mano por la mesa y por el respaldo de una de las sillas. No hay polvo. Todo, los muebles, las telas, los pequeños cuadros, es muy sencillo. No emana abandono, sino una olvidada sensación de acogida. No parece deshabitada, a pesar de que todos saben que lo está.

Sale de la casa con la sonrisa lavada por el llanto. Se dirige a la suya deprisa. Entra con energía y con una relajado propósito. Abre bien todas las puertas y ventanas. Sube todas las persianas. Deja pasar la luz. Siente cómo el aire limpio circula reconociéndolo todo.

Le parece que el aire le está sugiriendo que cante. Por tanto se tumba en la cama, cierra los ojos, deja que se extienda la sonrisa y canta. Canta liberando los nombres de las cosas que no son importantes, que pesan y sobran, que hay que tirar, vender o regalar. Luego, cambiando el tono, canta los nombres de las personas que echa de menos. Canta consciente de que las está invocando a formar parte de su nueva vida.

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