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"Primera carta desde las islas Viudas"
Querida hermana:
Te escribo desde la isla Viuda Mayor, en la que llevo ya ciento dieciocho días recopilando datos para mis estudios. Voy a referirte algo sobre estas islas que me llama mucho la atención y que justifica mi demora.
Las Islas Viudas están frente al límite norte del desierto de Namibia, a 8 grados 15 minutos Este y prácticamente sobre el trópico de Capricornio. Las escasas noticias que tenemos de ellas nos han llegado de navegantes ociosos o desviados de sus rutas por las tormentas. Pocos han bajado a tierra y conocido a sus habitantes. Los más son disuadidos por el gran arrecife circular que las rodea, dejando un paso que apenas es practicable en la marea alta y hoy en día usado solo cuatro veces al año por el transporte comercial que une el archipiélago con el puerto de Walvis Bay.
Esta mínima familia de islas, que parecen vagar a la deriva, azotadas por las olas insomnes del Atlántico, no dispone de puertos amistosos, ni sus aldeas cuentan con escenarios capaces de ofrecer vacaciones.
Las islas son pequeñas. Las tres mayores (que fueron las primeras en nacer) forman un triángulo equilátero casi perfecto en el centro del conjunto, que sigue creciendo a ritmo lento y constante, pues la singular conformación geológica del lugar, en el límite de una zona volcánica activa, hace emerger de vez en cuando nuevos islotes que siguen elevándose sin cesar, a razón de 10 o 15 milímetros al año.
Su población, de apenas 900 personas, tiene características únicas. La noticia más documentada y completa nos llegó del clérigo portugués Joao Martelho, que a mediados del siglo XX, con los militares alemanes recién expulsados de la zona, atendió durante 40 años las necesidades espirituales de la población y regresó a Lisboa desencantado y réprobo, precisamente a causa de sus estudios, que la jerarquía eclesiástica juzgaba procedentes del secreto traicionado en esas cuatro décadas de confesiones. Desde el principio de su ministerio percibió la magnitud de la devastación psicológica que afectaba a sus feligreses, empezando por la frecuencia anormal de las confesiones y el contenido muy específico y atormentado de las mismas.
En sus registros refiere que, aunque en la población de las islas se da una proporción aproximadamente igual de mujeres y hombres, la tasa de nacimientos desde el comienzo del registro histórico es mucho más baja de lo normal. Los niños nacidos son apenas la quinta parte de los que nacen en poblaciones equivalentes de otros países de parecido desarrollo económico y cultural. Por eso la población nunca ha experimentado tensiones demográficas que hayan impulsado éxodos ni migraciones y se ha mantenido bastante estable y aislada del resto de las gentes.
Según Martelho, la baja natalidad viene explicada por una alteración emocional endémica que les lleva a menoscabar a quienes les expresan su interés sexual: o sea, que no se dejan querer. Así, en estas islas de gentes obcecadas es infrecuente que una mujer se abra al interés de un hombre, pues ella previamente ya ha puesto sus expectativas en otro hombre, que a su vez está bloqueado por su atención exclusiva a otra mujer y así sucesivamente, formando a veces cadenas de fracaso de varias decenas de individuos, que se enlazan y ramifican y tardan muchos años en deshacerse. De este modo, a efectos de relación, todos están casi siempre emocionalmente inhabilitados para los demás, excepto para uno, que casi nunca está disponible.
Con la llegada de la pubertad los habitantes de las islas convierten en vínculo indestructible y definitivo su primera experiencia de atracción y esta atadura reviste caracteres muy obsesivos. Ningún adolescente contempla otras opciones que la primera persona que la vida le propuso. Al resultar casi siempre inviable la relación, se derivan todo tipo de consecuencias psicológicas negativas, que dan origen a una población muy aquejada de ansiedad, depresión y enfermedades inducidas o agravadas y también, claro, una alta tasa de suicidios.
Según refiere el cura en su diario, estos desórdenes creaban en sus feligreses fuertes sentimientos de culpa, injustificados pero comprensibles, pues ninguno excepto el propio Martelho conocía el caracter incontrolable de la dolencia. Algunos se daban cuenta de su problema y se sentían anormales. Otros solo veían su sufrimiento y embarrancaban en la autocompasión. Cuando empezó a tener una visión global del problema intentó aliviar este dolor explicando individualmente que se trataba de alguna clase de enfermedad desconocida, pero dejó de hacerlo cuando constató que las personas evitaban hablar de ello y esperaban de él solo el servicio religioso, sin dar crédito a sus investigaciones. Le preocupó perder su propio prestigio profesional como sacerdote y poner en peligro la asistencia a los oficios. Vio que nadie estaba interesado en airear estas cosas y dejó de hablar de ellas.
Sin embargo, muy sorprendido, intelectualmente fuerte y poco dado a aceptar supersticiones, no cayó en la tentación de achacar estos desórdenes al maligno y, en la medida de sus posibilidades, prefirió buscar causas científicas. Puso en práctica sus conocimientos de química y creyó detectar tasas anormales de radón y azufre en el interior de los edificios. Esto le hizo pensar que sería útil estudiar la actividad de esa combinación de gases emanados del terreno en la bioquímica del cerebro, de modo particular en la producción y alteración de feromonas y otras hormonas relacionadas. Pero todo esto excedía mucho su capacidad y sus recursos. Así que renunció a intervenir y se convirtió en un observador y anotador atento.
Aún hoy, igual que en los registros del cura, un número considerable de personas, tanto los nativos como los pocos extranjeros arraigados, rompen su cadena renunciando a buscar pareja tras algunos intentos y abocan una vida solitaria, ocupando cuando es posible alguno de los islotes periféricos que van haciéndose habitables. Frecuentemente pierden también interés por los aspectos prácticos de la vida y se convierten casi en ermitaños. Ya no molestan a nadie, pero reducen de tal modo el ámbito y el tono de su actividad que recuerdan a bonsais leñosos.
Para los que no se aíslan no hay mejores expectativas. El ánimo se oscurece. Pierden la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas y se aferran a lo suyo con creciente amargura y desesperación. Se vuelven melancólicos, violentos o simplemente tristes. Una pequeña parte de ellos, gracias a estos sufrimientos, terminan desarrollando la humildad de volver los ojos hacia quien les quiere y encuentran la felicidad, a menudo en el final de su vida. Pero esto no es común. La mayoría son fieles de por vida a su ilusión de amor y son como quien va persiguiendo a su sombra.
Cuando una persona muere, paradójicamente no libera a sus dependientes, pues estos siguen atados por un anhelo insatisfecho que ya no puede ser desengañado por el comportamiento del objeto de su amor. Su imagen queda fija en la mente, como un ídolo silencioso.
Como es de esperar, personas tan infelices no tienen desarrollado ningún sentido de hospitalidad y los visitantes ocasionales sufren su carácter retraído y huraño. Tal vez por eso escapan pronto de aquí y prefieren olvidar cuanto antes este antipático paréntesis de su vida. Mucho mejor así, pues con cada día de estancia aumentan sus probabilidades de verse atrapados por estas extrañas distorsiones.
No se entiende cuál pudiera ser la causa. Desde luego, debe tratarse de factores ambientales, pues afectan tanto a los visitantes que se establecen en las islas como a los nativos. Las intuiciones del cura pueden tener una base real. Pero en una sensatez elemental, será mejor para nosotros, que afortunadamente no vivimos así, mantenernos alejados de estas islas. Yo por mi parte regresaré a casa sin demora en cuanto pueda terminar mis estudios lingüísticos, aunque es posible que decida prolongarlos unos días más, pues aún me faltan datos para comprender las peculiaridades de este idioma. Estoy casi seguro de haber encontrado en uno de los habitantes de esta isla Mayor (una mujer joven de extraordinarios ojos verdes y silencios oceánicos) una forma de comunicación no verbal que, si pudiera entender completamente, se convertiría sin duda en un descubrimiento científico de primer orden. Ya te contaré más en la siguiente carta.
Transmite mi cariño a toda la familia y a los amigos. Muchas veces os recuerdo con nostalgia. No tardaremos en volver a vernos.