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"Cambio de vía"

Una noche estaba haciendo alguna cosa en el ordenador cuando ví mensajes nuevos en el Facebook. Uno muy sorprendente en especial. Un mensaje de Marisa, la primera chica que amé, mi primera relación adolescente.

Así que, con sorpresa, me ví impulsado a un retroceso de medio siglo hasta un tiempo olvidado.

Toda mi vida de niño se movió en un círculo muy pequeño. Viví toda mi infancia y adolescencia, hasta los 20 años, en la misma casa donde nací, en Las Delicias, un barrio de Zaragoza que era entonces periférico. A 200 metros de mi casa empezaba el terreno deshabitado. La línea del ferrocarril, dos vías que comunicaban la ciudad con el país y otras tres o cuatro vías de maniobras, separaban mi barrio del de La Química, más al norte, y se adentraban al este hacia el interior de la ciudad. En ese tiempo las vías no estaban como ahora soterradas, ni siquiera protegidas por vallas. Por ellas se movían grandes y pequeñas locomotoras negras de vapor, con sus perfiles rojos y dorados y sus penachos de vapor blanco y humo gris, difundiendo los olores del fuego de carbón y los estruendos y chirridos de su esfuerzo.

En aquellas vías jugábamos los niños de los dos barrios y junto a ellas entrábamos a los descampados, terraplenes, acequias, veredas y desmontes del arrabal y más allá a los campos de cultivo que aún resistían el avance de la ciudad. Por ellos se movía algún rebaño de ovejas, rebuscadores de carbón que recogían lo caído de las locomotoras, recolectores de espárragos silvestres, de regaliz, de caracoles, parejas ensimismadas y nosotros.

Los críos íbamos a lo nuestro. A bañarnos en las acequias, a buscar regaliz, a robar mazorcas en los campos. Las mazorcas tenían dos usos. Comer el grano y secar y fumar las hebras, los estigmas color cobre. También íbamos a guerrear. Batallas a pedradas entre las pandillas de un lado y otro de las vías. Batallas con víctimas de sangre que nunca fueron graves, pero perfectamente podían haberlo sido.

Ese era el ambiente en que a los 13 años descubrí que vivía. Lo descubrí de pronto, porque fue la edad en que mis padres empezaron a aflojar su control exagerado sobre mi tiempo. Entonces empecé a disfrutar horas de libertad. A esa primera libertad contribuyó una segunda ocupación de mis padres, que abrieron un kiosco bar en los jardines que unían mi calle con las vías. Yo les ayudaba los días de fiesta y los demás días al volver del instituto. A cambio, en los periodos de descanso, podía moverme un poco en ese ambiente medio salvaje de los niños.

Nadie nos controlaba. Éramos bastante libres y lo aprovechábamos a fondo. Chicos y chicas teníamos mucho que aprender de lo que no se enseñaba en las escuelas. Todos empezábamos a maniobrar hacia las imaginadas delicias del amor, torpemente pero con mucho interés.
Así que nuestra vida fuera de las casas eran juegos de guerra y de amor. Yo no destacaba en la guerra y me inclinaba más por el amor.

Marisa fue la primera chica que me gustó. Yo estaba a mitad de los 13 años, ella a final de los 12. Cuando dejamos de vernos solo habían pasado unos meses y yo acababa de cumplir los 14. Pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos. Paseábamos, nos cogíamos las manos, hablábamos sin parar. Me enamoré de sus ojos grandes y de su cara ovalada y de la línea limpia de su boca y de su conversación. Me gustaba hablar con ella. A ella le gustaba hablar conmigo. De qué hablábamos, ya no puedo recordarlo. Nos queríamos. Queríamos estar juntos. Nos besamos pocas veces. Yo quería avanzar más deprisa, ella se defendía un poco. Me gustaba de verdad. La quería. Quería descubrir todo con ella.

Una tarde tormentosa de verano fui a buscarla a donde solíamos quedar, a unos pasos de su casa. Llovía. Esperé mucho tiempo y fui impacientándome. Esperé mucho, mucho más. Solo me sirvió para imaginar muchas veces todas las posibilidades, sobre todo las más amenazantes. Pero no podía decidirme por ninguna, así que conocí a fondo la incertidumbre. Al cabo de tres horas la vi acercarse. Venía de las vías, acompañada por un grupo de chicos y chicas mayores que nosotros. Debían tener 18 o 20 años. Uno de los chicos la llevaba cogida por el hombro. Me quedé paralizado. Al cabo de unos pasos los ví darse un beso rápido y ella salió corriendo hacia mí.

En los segundos que le costó llegar, yo cerré el guión de mi película. Estaba clarísimo. Ella tenía una vida que me ocultaba, y con alguien mayor que yo, con quien no tenía posibilidad de competir. Me había engañado. No me quedaron dudas. Yo había sufrido la espera. Yo había visto el beso. Luego, en toda la vida, en los 50 años que siguieron, jamás lo puse en duda. En un instante se decidió mi vida. Aparté a Marisa de mí antes de que llegara jadeando y llorando. Me pedía perdón, quería explicarme lo que había pasado, lloraba, tenía miedo.

No escuché, ni pensé, ni esperé. No vi su llanto ni su miedo. Solo había mi humillación. Y un violento rechazo. Reacción automática de odio. No recuerdo lo que dijimos. No recuerdo ni siquiera el dolor. Solo la humillación y el odio. No podía verla más.

Sí la vi. No recuerdo si una o dos veces, al cabo de unos días. Ella seguía queriendo hablar y explicarme lo que había sucedido. No recuerdo aquellas entrevistas. Solo que no creí ninguna de sus palabras y no cambié mi decisión. En unas horas había transformado el rechazo en verdadero desprecio. Luego ya no volví a verla ni a saber de ella. La sustituí de inmediato por la chica con la que terminé casándome y es la madre de mi primera hija. Las exigencias de la nueva relación y de la vida se extendieron y borraron todo aquello.

Tengo 65 años. Hace un mes no recordaba nada de todo esto. Recordaba a Marisa como la primera si me ponía a pensar en las mujeres de mi vida. Pero no me quedaba ni siquiera recuerdo de todo el sufrimiento de aquella tarde. Ha pasado medio siglo, tres matrimonios, seis hijos y muchas otras personas y cosas desde que la dejé.

Hasta que leí ese mensaje. Me sorprendió mucho y me puso en guardia. No era normal. Tenía que haber una razón muy poderosa para que Marisa quisiera de pronto contactar conmigo. Contesté a su mensaje y nos dimos los teléfonos. Un par de días más tarde hablamos un rato largo. Diez días después nos vimos en Zaragoza, en la primera ocasión posible. Estas dos conversaciones son las únicas hasta ahora. Cuando acabe de escribir esto se lo mostraré y le pediré que lo complete con sus propios recuerdos, si quiere. Me gustaría tener estos recuerdos lo más claros y veraces posible.

Sigue hablando con claridad y facilidad. Sigue gustándome hablar con ella. La escuché y le hablé. Intercambiamos los recuerdos de todo lo que sucedió. En mi memoria se fueron despertando las imágenes que estaban enterradas.

Me dijo que me había encontrado en Facebook por casualidad, buscando a otra persona para su empresa. Me dijo que se había dado cuenta de que necesitaba contarme lo que realmente pasó y reprocharme que no hubiera querido escucharla. Me dijo que es consciente de que aquellos días definieron para siempre su modo de relacionarse con los hombres y su modo de vivir el amor. Me contó cómo recordaba aquella tarde:

Era sábado, sobre las cinco de la tarde. Ella bajó a la calle antes de que yo llegase. Estaba lloviendo bastante. Me esperaba con su paraguas. Pasaron tres chicas, conocidas del barrio pero no amigas. No llevaban paraguas y le pidieron que las acompañase. Las acompañó hasta una casa al otro lado de las vías. Era un guateque. Las chicas la invitaron a tomar un refresco en agradecimiento. Aceptó. Cuando quiso marcharse, encontró la puerta cerrada con llave. Nerviosa, pidió que le abrieran. Entonces empezaron los chicos a reírse de ella y se negaron. Dijeron que tenía que quedarse hasta el final. Se rieron del miedo que pasaba. No pudo convencerlos. Tampoco pudieron las chicas, a quienes no divertía ese juego cruel. Al acabar la fiesta abandonaron la casa, pero no la dejaron libre. El líder de la pandilla seguía intentando alargar ese juego de poder y la sujetaba. Le exigía un beso para dejarla marchar. Ella estaba ya loca de miedo y al verme consintió en dar ese beso y salió corriendo hacia mí.

Mientras me lo contaba se fueron despertando mis recuerdos. Sus zapatos negros de charol, sus calcetines de canalé blancos, sus grandes ojos negros, sus nervios y su llanto, la tortura de las tres horas de espera, la lluvia, la incertidumbre, el cese de la lluvia, el grupo que aparece, el beso rápido, su carrera hacia mí... y ya no hay más. A partir de ahí, no puedo rescatar nada más de la memoria profunda, donde sin duda está enterrado mi dolor, mi desconsuelo, lo que sea que haya sentido entonces y que no pude soportar ver cara a cara.

Ella hablaba y me iba explicando cómo a partir de entonces no ha podido establecer una verdadera relación de confianza con un hombre. Que todas sus relaciones y al final, su matrimonio, han sido distorsionadas por el miedo a la crueldad y al juicio. Que no ha podido entregarse completamente a nadie. Ella iba hablando y yo iba viendo cómo también yo mismo había sido deformado por esa breve escena. Y cómo la verdadera distorsión, la mía y la suya, la había creado mi incapacidad de abrir el corazón y escuchar. Cómo algo anterior, que ya estaba en mí antes, había interpretado los datos que recibía y había escogido unos y despreciado otros para construir una justificación para la muralla de seguridad que se veía obligado a levantar alrededor.

Fue terrible darme cuenta de que no recuerdo en absoluto el dolor, ni el suyo ni el mío. Aún no he podido revivir ese dolor. Las emociones que recuerdo son la ira y el desprecio. Pero debió existir el dolor en mí, igual que existió en ella. Corté el dolor de raíz y lo cambié por ese juicio sin compasión. Fui juez por primera vez, la desterré de mí y sin darme cuenta me condené a mí mismo a la misma pena.

Mi amor era aterradoramente egoísta. Me dí cuenta de que la escena vivida no había sido la causa de mi interpretación errónea, que había una oscuridad anterior, hechos anteriores, conflictos anteriores o una naturaleza anterior que estaban más cerca de ser la causa. Pero también vi los efectos, los hechos que la escena había desencadenado y que se habían convertido con el tiempo en patrones inconscientes de comportamiento.

No puedo soportar esperar a nadie y mucho menos a una mujer. Si una mujer me hace esperar diez minutos me indigno y empiezo a sentir deseos fuertes de marcharme.

Desconfío de las mujeres. En cada hombre que se acerca a ella veo un competidor. Experimento celos anticipados e injustificados. Necesito que me lo cuente todo. Quiero controlar.

Ante el rechazo, o simplemente la sospecha de ser rechazado, en cualquier circunstancia, retrocedo un paso interiormente y me alejo de la persona. Me instalo en una mirada de superioridad desde la que hablo con dureza y frialdad, eligiendo sin consciencia las palabras que hacen más daño.

Tengo un miedo enorme a que la relación se derrumbe. Es casi una certeza de que saldrá mal. Por eso no llevo nada bien que aparezcan cosas o personas nuevas en el entorno, me siento amenazado. Pero esto es completamente incoherente conmigo, porque soy sociable y tengo un fuerte sentimiento de la importancia de la relación entre personas y de los lazos invisibles que nos unen con nuestros círculos de relación.

Todo esto está por ahí abajo, profundamente enterrado y emergiendo de vez en cuando a través de las capas de comportamientos sociales y las ideas de lo que está bien y lo que está mal. En los grupos en que me muevo no está nada bien visto ser posesivo o sentir celos y supongo que intento mantener una imagen de buen chico y mejorarla. Pero con cada nueva relación todo esto tarde o temprano explota. Me veo obligado a verlo. Es inconfundible. No puedo engañarme más. Sale con una fuerza enorme.

Ahora, con la visión que me aportó Marisa, estas cosas oscuras empiezan a ser iluminadas. Cuando emergen de nuevo esos fantasmas, casi siempre los reconozco enseguida. Ya sé de dónde vienen y sé que no van a ninguna parte. Aún me causan dolor y me perturban un momento o un rato, pero pronto se aburren y me dejan en paz. Tengo una de las claves que me faltaban. Esto ha restaurado mi confianza y me ha afianzado en mi propósito de atención y paciencia.

Sospecho que en gran parte soy yo mismo quien ha movido los hilos de mi vida. Creo que fue erróneo pensar que hay elementos ajenos que desvían mi vida. Por ejemplo, podría no ser cierto que el desprecio de mi padre haya generado mis fragilidades. Podría ser más bien una figura de poder que he usado en el guión de mi película. Creo que tenía que vivir así. Creo que he querido vivir así. Creo que estoy más o menos en el punto en que quería estar.

Al no poder escuchar, al adoptar una actitud rígida y fría, yo mismo alimenté día a día en mi mente a los modos de pensar, sentir, y reaccionar que me hicieron infeliz toda mi vida y no me permitieron disfrutar de una vida emocional sana. Yo creé mis fantasmas y les dí su poder.

Entonces no he vivido, como parecía, poseído y condicionado por factores externos. He vivido por propia voluntad experimentando una y otra vez algo que quería experimentar, hasta asimilarlo y entenderlo bien. Ya no hace falta seguir. Ese trabajo está hecho. El sufrimiento vino de no ver el sentido global de los hechos de la vida, al considerarlos por separado como fenómenos, de un modo fragmentado. Pero esa no es su naturaleza. Parecen más expresiones y manifestaciones de un propósito de mayor alcance. Ahora no hay tanto sufrimiento y las apariciones de los fantasmas son menos y más cortas.

Puedo desactivarlos ahora gracias a la información que he recibido de personas muy unidas a mí, que yo mismo sincronizo de un modo misterioso, pues se mueven a mi demanda y responden a las preguntas que hago. Ese yo, por tanto, es más amplio y más hondo que yo. Incluye a las personas que amo. Yo no soy solo yo.

Siento que vuelvo a tener una oportunidad de vivir en libertad, de amar limpiamente, descubriendo vínculos de luz con almas hermanas. Creo que ahora es posible. No es seguro, pues el amor tal como lo experimento es amigo del riesgo y contrario a la seguridad. Pero sí es menos difícil. Me siento más ligero, más flexible, más fuerte y más capaz de seguir mi camino.

Ahora por fin, no tengo proyecto sino el de abandonarme a este rastro de amor que me llama. Aún queda mucha carga en la mochila. Sé que en este camino la perderé. Así es como debe ser.

Marisa y yo adolescentes nos tocamos en lo profundo y configuramos en gran parte las experiencias y las emociones del otro. Doy gracias a esta alma única que se comprometió conmigo por toda la vida. Gracias por conservar en el último tramo de la vida la apertura y el amor bastante para tocarme de nuevo, aún con el dolor que debe seguir guardando. Gracias por la valentía de atreverse a decir su dolor y dar salida a su rencor. Gracias por ella al misterio que nos anima y nos mueve.

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