La pradera


A Pedro


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La pradera

Es una tarde quieta. La pequeña pradera, un claro en la floresta protectora. Pájaros que negocian. Rumor de agua. Algunas nubes blancas sobre el cielo radiante.

La cierva joven ramonea tranquila la hierba de la orilla. Ha nacido ya libre. No conoce ningún peligro serio. La chatarra oxidada de un coche junto al río no significa nada para ella. Algo como los troncos caídos de los árboles viejos.

Los grandes ojos negros la llevan al azar, de bocado en bocado. No tiene prisa. Hay comida bastante.

La chica que la mira desde lejos se acerca en calma, confiada. Ni siquiera le preocupa hacer ruido. Una rama partida al caminar levanta la cabeza de la cierva. Pero ella sigue andando. La cierva siente curiosidad, pero se queda inmóvil, las orejas erguidas y orientadas, siguiendo con los ojos a la chica.
Ella se acerca más. Ha sacado un racimo de bayas azules del zurrón. No hay muchas de estas por aquí. Se ha sentado en el suelo y espera con paciencia. Le tiende la mano con el regalo. El animal se mueve despacio y alarga el hocico tembloroso. Olfatea. Todo está bien. Vamos a comer esto.

Prueba un tímido bocado. Está muy bien. Sigamos.

Pero entonces, un ruido que no encaja. Un sonido de ramas que se quiebran, muy cerca, muy fuerte. Levanta la cabeza, tarde para escapar. La sombra rápida se abalanza. Todo acaba en un salto y un chasquido.

El tigre come la carne caliente. Mirándolo con la cabeza un poco ladeada, aún sentada, la chica acaba con las bayas azules y espera. Cuando el animal levanta la boca enrojecida, se levanta y le abraza. Se rozan, se sonríen. Murmuran sus palabras de amistad.

La chica ha ensillado a la bestia con una vieja manta y unas correas. Ha montado a su lomo y juntas han trepado esa ladera hasta la cima. Se han detenido y miran el crepúsculo. Contemplan embebidas la belleza invariable del cielo sobre el mundo. Contemplan serias los infinitos matices de la luz que se escapa. Contemplan con nostalgia las sombras grises y negras de la vieja ciudad abandonada.

Las ruinas cenicientas y mordidas contemplan orgullosas a sus hijas.

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La chica

Ella duerme junto a mí, como cada tarde, tumbada de costado sobre la hierba, bajo las ramas quietas. Completamente relajada en el calor, en este silencio que reúne el de miles de pequeños seres. Me gusta adormecerme así, asegurándome de que está viva y me sigue protegiendo. Las criaturas terribles de mis sueños no tendrán a su lado ningún poder.

Han pasado seis inviernos desde que nos encontramos. Recuerdo haber pasado mucho frío, mucha hambre y mucho miedo. Recuerdo la noche en que me rendí y cerré los ojos deseando no volver a abrirlos. El cansancio infinito, el desánimo, la entrega a la tierra. Y luego, lo negro sin tiempo. Y después, una sensación tibia en la espalda y un sonido grave, tranquilizador, como el ronroneo satisfecho de mis gatos cuando aún nos acompañaban, antes de que dejaran de ser mascotas y se convirtieran en comida. Entonces abrí los ojos.

Me acostumbré a dormir acurrucada contra ella, rodeada por ella, entre sus patas y su cálido cuerpo, donde no había frío, ni miedo, ni soledad. Ni hambre, porque esa primera noche reaprendí a mamar. Supe que ella también necesitaba que la aliviase de esa manera. Estaba claro que acababa de perder a sus cachorros y yo me había presentado allí para sustituirlos.

Era imponente, enorme. Estirada en la tierra al descansar era el doble de larga que yo. En su boca podría haber entrado mi cabeza. 

Era fuerte y segura. Ningún ser del bosque podía sostenerle la mirada. Solo yo. 

Era silenciosa y, en el bosque, invisible. Las luces y sombras de su piel se fundían con las de los árboles y la hierba alta. Se acercaba a sus presas muy despacio, con una atención perfecta y paciente de todo el cuerpo y ellas no podían percibirla hasta el salto final, cuando casi ya no había tiempo de escapar.

Era suave y sensible. Aún lo es. No una máquina terrible de matar, sino un milagro de belleza y energía, de equilibrio y delicadeza.

Nunca hace nada contra los animales pequeños. Ellos lo saben, porque se acercan sin cautela , como si no estuviéramos ahí. O quizá sintiéndose protegidos en su presencia. Al principio esto me sorprendía mucho, pero tampoco yo misma me había asustado al despertar aquella primera madrugada y ver sus ojos brillantes fijos en los míos.

No. Con ella siempre me he sentido segura. Me acompaña y me guía apenas sin hacer, solo con su presencia. A mi alrededor se había agotado la vida y dentro de mí se había extinguido la confianza. Entonces vino ella, como una parte desconocida de mí, a despertarlo todo y a revelármelo todo.

Y todo es tan sencillo. Las muchas cosas que antes amaba, temía, anhelaba u odiaba, desaparecieron y ahora son recuerdos que me hacen sonreir. Y mi atención está solo en lo inmediato de la vida. Y en ella, que es la mano de la vida.

He crecido con ella y aún crezco y cada día soy más fuerte. He aprendido a cazar junto a ella. Y ahora veo el modo de ser útil y expresarle con hechos mi gratitud. Sus fuerzas van menguando y también va perdiendo la vista. Ahora necesita mi ayuda para encontrar la presa. También para acercarse más que antes, pues su salto es más corto. Y día a día, conforme avanza su deterioro, encuentro nuevas formas de ayudarle.

Ella lo sabe. Cuando quiere cazar se levanta y me mira. Se queda quieta mirándome, con el cuerpo apuntando hacia los árboles y la cabeza vuelta hacia mí. Me espera. Solo entonces se comporta así. No me necesita para nada más. 

Entonces dejo que mi atención se abra, empiezo a andar y busco. Despacio, dejando que mis pies sean tierra con la tierra, como hace ella. Me sigue a algunos pasos de distancia guiándose sobre todo por el oído pues, aunque yo no oigo mis pasos, ella sí.

Cuando veo a la presa me detengo y empiezo a avanzar de otra manera, que ella detecta de inmediato. Procuro agacharme y mis gestos son cortos y muy lentos, solo un brazo, una pierna cada vez y me detengo, hasta que sé que ella ha localizado a la víctima. Entonces ya no avanzo más y espero. Lo que queda es ya solo para ella.

Si al acercarme cometo un error y quiebro una ramita o desplazo un guijarro alertando al animal, a veces este no se alarma tanto como para saltar y huir y se queda mirándome indeciso. Entonces me relajo para cambiar de táctica. Miro alrededor y busco algo que ofrecerle, un bocado apetitoso, casi siempre una fruta o un puñado de bayas. Procuro llevar siempre algo así en el morral. Muchas veces esto funciona, porque desde hace tiempo han desaparecido las amenazas en el bosque y creo que ahora solo ella necesita animales grandes para sobrevivir. Muchas de las presas nunca se han cruzado con un depredador. Así que me muevo con naturalidad y confianza y le ofrezco el regalo. Casi siempre acaba acercándose y lo coge. Un instante después mi compañera cae sobre ella.

Sé que todo esto acabará. Pronto será incapaz de terminar la caza y yo tendré que hacerlo en su lugar. Lo haré, aunque aún no se me ocurre cómo. Le daré todo el tiempo de vida que pueda y estaré a su lado cuando muera. Cuando la siento dormir a mi lado, pienso en ello y me inunda la tristeza. Pero cuando despierta y sus ojos serenos me buscan, no hay tristeza posible.

Mientras pueda, quiero fijar sus ojos en los míos, seguir aprendiendo a mirar como ella mira, como me miró aquella noche alejando el miedo para siempre. Vivir como ella vive. Sin escaparse nunca hacia ninguna cosa imaginaria. Ella está siempre aquí, siempre conmigo. ¿Acaso cuando deje de respirar se irá? ¿O será ese el momento en que consiga entrar a respirar en mí, ya para siempre?

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La fiera

Hay un olor humano y también huele a miedo. El miedo de mis hijos. Y ellos no están aquí. 

Recorro las sendas que conocen y no encuentro su rastro. No responden a mi llamada. Y yo grito más fuerte, más de lo que es prudente. 

Nada. Solo su olor muy tenue, junto al olor del miedo. Pero no sobre el suelo, sino pegado a las ramas bajas de los árboles. Hay que ir más aprisa. Los llevan por aquí.

El olor del hombre es un rastro en la tierra, en la hierba rota. Un rastro apresurado. Hay que ir más aprisa.

Este rastro lleva a las ruinas grises, a la vieja ciudad. Allí se esconde el hombre. Hay que impedir que lleguen. Más aprisa.

Correr, correr. Antes de que lleguen. Quizá habrá muchos hombres. Débiles y cobardes. Quizá pueda... Pero no. Más aprisa. Quizá... Antes de que mueran.

Ahí están las ruinas. Y el rastro se confunde con otros muchos. Tarde. Tarde. No puedo entrar con la luz del día. Conozco el peligro que esconden las ruinas. Solo una vez me atreví a entrar, cuando ya la ciudad había quedado derruída y silenciosa, después de las grandes luces y los estruendos y el humo, después de que los hombres dejaron de salir de ahí corriendo o arrastrándose para desaparecer en el bosque. Entré y avancé un poco entre los montones de tierra y destrucción, pero no pude soportar la opresión y el enorme grito silencioso de horror que lo cubría todo. Sé que nada puede vivir ahí con vida verdadera.

Pero ya estoy entrando. Por respeto a la vida. Antes ya entré una vez. Antes ya entré una vez. Recorro los caminos que recuerdo, extremando la prudencia. Aparecen los rastros y enseguida se pierden. Avanzo sin seguridad. Paso y repaso por los mismos sitios. Siento pequeñas vidas que se esconden de la luz. Pero no están mis hijos.

Me oigo gritar. He gritado mucho. He recorrido toda la ciudad gritando fuerte. Si estuvieran aquí, habrían contestado. Es peligroso. Pero no he visto hombres.

No volverán. Pero yo esperaré a que llegue la noche. Quizá... Volveré al sitio donde los dejé. Esperaré. Me duele todo. Allí me tumbaré. Esperar. Dormir... para siempre... dormir. No están. No volverán. Dejarme caer. Dormir. Para siempre. Dormir.

La luna grande. Ya no estoy cansada. La leche crece mucho. Casi duele. Necesito que vuelvan. Los buscaré otra vez. Quizá... Buscar. No las sendas de siempre. Buscar entre los árboles. Buscar en el barranco. Buscar en todas las sombras. 

Aquí está otra vez el olor. Olor humano, pero también el olor de la presa que se entrega . Quizá... Buscar... Cerca... Me acerco despacio... No. Es un olor más suave, no es el mismo humano... En esa sombra... ¿Duerme? Más cerca... Es un cachorro. Una cría humana. Tiene miedo. Tiene hambre. Tiene frío. Está perdida. Duerme, sí. No es peligrosa. No es comida. Es un cachorro. La leche crece más. Duele. Me tumbaré con ella. Quizá...

Tiembla. Está fría. Yo estoy ardiendo. Descansaré con ella. Tiene la piel muy blanca. La luna se esconde. Aquí viene la gran oscuridad. Quizá... ¿Cómo será su voz? Tengo sueño otra vez.

La luna está ciega y no puede avanzar por el cielo. Llora y grita de miedo y yo grito con ella. Se vuelve gris como las ruinas. Dos pájaros escapan de mis ojos. Vuelan aprisa hacia la luna enferma. Ahora la luna tiene otra vez la cara blanca y resplandece. Me mira y sigue andando por el cielo. Me despierto. El cachorro se mueve. Levanta la cabeza y me mira. Sus ojos son muy grandes y brillantes. Ya no huele a miedo. Creo que me llama. Creo que tiene hambre.

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La víctima

Camino como mi madre me enseñó. Todo está entrando en mí, como ella me dijo que un día pasaría. El cielo, el canto de los pájaros. La hierba. Es una tarde bellísima. Es como sé que debe ser.

Me dijo que para esto he nacido. Para disfrutar esto. Para ser parte de esto. Voy avanzando a pasos cortos por la hierba. Comiendo los mejores bocados, que se me ofrecen abundantes. La tierra es mi madre. El aire me acaricia. El sol me ama. Me siento ligera. Como ella me dijo. Solo fue mi madre un tiempo. Ahora conozco a mi madre verdadera. Ha estado siempre aquí, conmigo. Ahora puedo verla.

También me dijo que cada día es nuevo, cada bocado es nuevo, cada dolor es nuevo. Que todo es nuevo porque todo termina. Todo muere para que todo viva. Me dijo que moriría en cada momento de alegría, que nacería en cada momento de dolor. Me dijo que aprendería a vivir así. Que cada día hay mil muertes y nacimientos de mí misma. Que la gran muerte es la puerta del gran nacimiento. Que ella moriría para estar siempre presente. Y que yo también moriría para descubrir la vida. Que la hierba, el sol, la tierra y el agua ya están dentro de mí, y yo podría ver esto viviendo en cada una de estas muertes, las pequeñas y la grande.

Ayer recordé todo esto  mirando la luna llena antes de dormir. No solo recordé los hechos, el afecto, las palabras y la muerte de mi madre. Mis ojos recordaron que son el sol que ilumina el mundo que veo. Ahora vivo todos los momentos de mi vida en este único momento. Ahora camino y acepto en mi boca la hierba, en mi piel el calor, en mi oído el sonido de la brisa y el canto de los pájaros, en mi pecho la sangre que golpea con energía y avanzo sin temor hacia el racimo de frutas azules y brillantes que se me ofrece. Ha venido a traerlo la chica que protege a la vieja tigresa. Sus ojos están llenos de gratitud. Su corazón, como el mío, está en paz.

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         5 [525]         

El hombre

Hace muchos días que no veo a nadie. Es un alivio después de tanto miedo. Puedo seguir aquí, razonablemente seguro. Toda la ciudad es mía. Se podría decir que soy un rey. El último rey de esta ciudad. Y no hay nadie que pueda complicarme la vida. 

No lo he hecho nada mal. He sobrevivido. Primero a la repentina destrucción. Luego, al caos de los primeros días. Después, a los merodeadores del bosque, los lobos que bajaban a cazarnos. Por fin, a la soledad y la locura que la acompaña. Aprendí a esconderme y esperar con paciencia las oportunidades. Los lobos se han cansado de buscar. Ya no vienen. Solo de vez en cuando los oigo cantar, muy lejos. Algo tendrán que ver los grandes tigres. 

Soy como una serpiente. He aprendido a permanecer inmóvil y silencioso, invisible en las sombras donde nadie buscaría comida. Pero hay comida en casi cualquier sitio, si tienes paciencia para buscarla y esperarla. Hierbas, raíces enterradas, agua entre las piedras, flores. Ratas, gusanos, insectos que se arrastran. Intento sobrevivir solo con estas cosas, pero de vez en cuando me atrevo a salir de las sombras y me adentro un poco en el bosque, para buscar un cambio en el menú. También para tantear las posibilidades de marchar un día de esta zona y buscar otras personas, para volver a ser una persona, y esto me provoca tanto miedo como excitación.

Sin embargo, cada día que pasa dudo más de que ahí fuera pueda esperarme algo parecido a la antigua vida. De todos los que se fueron, nadie ha vuelto. Antes observaba el cielo buscando las estelas blancas de los aviones, pero nunca volvieron. Quedan algunas luces moviéndose entre las estrellas en el cielo nocturno. Son ya muy pocas y supongo que se irán apagando una tras otra. Son los restos de los artilugios mecánicos que pusieron en el cielo, para hacer cosas que ya no tienen sentido.

También observaba mi mente en busca de respuestas a las antiguas preguntas. Pero ya no hay respuestas. No hay señales de vida humana en ningún sitio, fuera o dentro de mí.

He dejado de hacerme preguntas. Solo sobrevivir al día de hoy. Comer. Dormir. Vivir un día más. Pero hay una pregunta que persiste y es cada vez más fuerte. ¿Quién soy ahora que ya no soy un hombre?

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