Mini relatos

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La casa vacía

Sale a su paseo matinal con desazón. Sabe que volverá a pasar frente a la casa deshabitada que le atrae. Claro que puede desviarse y rodearla otra vez por cualquiera de las sendas que los animales del bosque trazan con sus costumbres. Pero en algún momento tendrá que enfrentarse con ella.

Su propia casa queda, como cada mañana, ordenada y limpia, con las ventanas cerradas, las persianas casi del todo bajas y las cortinas corridas, para proporcionar la penumbra tamizada y suave que le gusta. Depende de su casa, llena de los objetos familiares que ha ido reuniendo poco a poco. Le da seguridad saber que, en cualquier momento, si siente miedo puede volver a refugiarse en esa soledad.

Consciente de lo inevitable camina ya decisión hacia la casa vacía. Se detiene y aún duda un momento. Contempla el porche ancho en sombra, los cristales de las ventanas, la puerta de madera clara. Piensa que la maleza no agrede la casa, sino que armoniza con ella.

Sube los tres escalones del porche. La madera no cruje. Le inunda una extraña esperanza. La puerta se abre sin oponerse. Se anima y entra ya.

Hay pocas cosas, mucho espacio, ninguna presencia. Todas las puertas están abiertas, las ventanas sin persianas ni telas. Le atrae de inmediato la luz de la mañana que entra por el fondo. Se acerca a la ventana y mira afuera. La pradera abierta, sin vallas, un jardín espacioso y salvaje cubierto de rocío, deslumbrante de reflejos.

A su izquierda, dos aves levantan el vuelo desde la hierba y siguen elevándose. Se alejan tan juntas que se van fundiendo en un solo punto, tan lentas que el tiempo se detiene.

Se le queda la mirada unida al cielo. Se siente flotar hacia el azul, en el centro de una extensa paz. No siente que las lágrimas brotan y llora su primer llanto sin tristeza. Las lágrimas llaman a todas las tristezas y negaciones anteriores y las llora ya sin temor. Como no corre el tiempo, se queda llorando en esa quietud hasta que se seca por sí sola la fuente.

Cuando vuelve a sentir la casa a su alrededor, se mueve enseguida. Da una mirada circular y detiene los ojos ahora con más atención en los detalles. Pasa ligeramente la mano por la mesa y por el respaldo de una de las sillas. No hay polvo. Todo, los muebles, las telas, los pequeños cuadros, es muy sencillo. No emana abandono, sino una olvidada sensación de acogida. No parece deshabitada, a pesar de que todos saben que lo está.

Sale de la casa con la sonrisa lavada por el llanto. Se dirige a la suya deprisa. Entra con energía y con una relajado propósito. Abre bien todas las puertas y ventanas. Sube todas las persianas. Deja pasar la luz. Siente cómo el aire limpio circula reconociéndolo todo.

Le parece que el aire le está sugiriendo que cante. Por tanto se tumba en la cama, cierra los ojos, deja que se extienda la sonrisa y canta. Canta liberando los nombres de las cosas que no son importantes, que pesan y sobran, que hay que tirar, vender o regalar. Luego, cambiando el tono, canta los nombres de las personas que echa de menos. Canta consciente de que las está invocando a formar parte de su nueva vida.

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El mismo abrazo

Antes de entrar en casa, oye la música que la está esperando y la sonrisa que llevaba dormida se despierta.

Cambia el ritmo sin darse cuenta y revive el placer de hacer las cosas más despacio. Abre la puerta y disfruta la penumbra del interior, la música que acaricia. Entra y cierra la puerta tras de sí. Cierra también los ojos un momento y aspira la sutileza del aire. Suspira agradecida. Se descalza. Avanza hasta el umbral del salón.

El está en el sofá, con un libro en las manos, callado, volviendo la cabeza para verla. Los ojos bien abiertos para saber si viene muy cansada, si ha sido un día duro, si ella también lo mira, si sonríe, si sigue siendo ella.

No se levanta. Aparta a un lado el libro sin marcar la página. Se quedan un momento mirándose, leyendo las señales. Al fin a él se le contagia la sonrisa. Ahora sí se levanta. Se le acerca. Ella no se ha movido, solo le abre los brazos. Es un abrazo tierno, largo y extendido, un abrazo que acoge, que reconoce lo que ha salido de sí mismo, ha estado un tiempo ausente y ahora vuelve. Es un abrazo lleno de sorpresa, de gratitud y gozo. Es el abrazo de siempre, el primer abrazo.

Aun no han dicho nada. En el abrazo se han cerrado los ojos, las cabezas se han unido, las mejillas se han rozado con placer, el tiempo ha vuelto a ser un cachorro dormido.

Las manos de él se mueven. Suben a la cabeza y la acarician, buscando disolver pensamientos que pudieran quedar entre el pelo. Buscando remover y despertar el olor de su cuerpo. Buscando atraer toda su atención. Buscando lo que siempre ha buscado desde que la conoce.

Ella avanza un centímetro su cuerpo y dice una palabra sin sonido. El la oye y retrocede un poco, muy despacio, para invitarla a repetir el gesto. Los dos quieren estar toda la vida en cada paso mínimo que dan hacia el sofá.

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Primera carta desde las islas Viudas

Querida hermana:

Te escribo desde la isla Viuda Mayor, en la que llevo ya ciento dieciocho días recopilando datos para mis estudios. Voy a referirte algo sobre estas islas que me llama mucho la atención y que justifica mi demora.

Las Islas Viudas están frente al límite norte del desierto de Namibia, a 8 grados 15 minutos Este y prácticamente sobre el trópico de Capricornio. Las escasas noticias que tenemos de ellas nos han llegado de navegantes ociosos o desviados de sus rutas por las tormentas. Pocos han bajado a tierra y conocido a sus habitantes. Los más son disuadidos por el gran arrecife circular que las rodea, dejando un paso que apenas es practicable en la marea alta y hoy en día usado solo cuatro veces al año por el transporte comercial que une el archipiélago con el puerto de Walvis Bay.

Esta mínima familia de islas, que parecen vagar a la deriva, azotadas por las olas insomnes del Atlántico, no dispone de puertos amistosos, ni sus aldeas cuentan con escenarios capaces de ofrecer vacaciones.

Las islas son pequeñas. Las tres mayores (que fueron las primeras en nacer) forman un triángulo equilátero casi perfecto en el centro del conjunto, que sigue creciendo a ritmo lento y constante, pues la singular conformación geológica del lugar, en el límite de una zona volcánica activa, hace emerger de vez en cuando nuevos islotes que siguen elevándose sin cesar, a razón de 10 o 15 milímetros al año.

Su población, de apenas 900 personas, tiene características únicas. La noticia más documentada y completa nos llegó del clérigo portugués Joao Martelho, que a mediados del siglo XX, con los militares alemanes recién expulsados de la zona, atendió durante 40 años las necesidades espirituales de la población y regresó a Lisboa desencantado y réprobo, precisamente a causa de sus estudios, que la jerarquía eclesiástica juzgaba procedentes del secreto traicionado en esas cuatro décadas de confesiones. Desde el principio de su ministerio percibió la magnitud de la devastación psicológica que afectaba a sus feligreses, empezando por la frecuencia anormal de las confesiones y el contenido muy específico y atormentado de las mismas.

En sus registros refiere que, aunque en la población de las islas se da una proporción aproximadamente igual de mujeres y hombres, la tasa de nacimientos desde el comienzo del registro histórico es mucho más baja de lo normal. Los niños nacidos son apenas la quinta parte de los que nacen en poblaciones equivalentes de otros países de parecido desarrollo económico y cultural. Por eso la población nunca ha experimentado tensiones demográficas que hayan impulsado éxodos ni migraciones y se ha mantenido bastante estable y aislada del resto de las gentes.

Según Martelho, la baja natalidad viene explicada por una alteración emocional endémica que les lleva a menoscabar a quienes les expresan su interés sexual: o sea, que no se dejan querer. Así, en estas islas de gentes obcecadas es infrecuente que una mujer se abra al interés de un hombre, pues ella previamente ya ha puesto sus expectativas en otro hombre, que a su vez está bloqueado por su atención exclusiva a otra mujer y así sucesivamente, formando a veces cadenas de fracaso de varias decenas de individuos, que se enlazan y ramifican y tardan muchos años en deshacerse. De este modo, a efectos de relación, todos están casi siempre emocionalmente inhabilitados para los demás, excepto para uno, que casi nunca está disponible.

Con la llegada de la pubertad los habitantes de las islas convierten en vínculo indestructible y definitivo su primera experiencia de atracción y esta atadura reviste caracteres muy obsesivos. Ningún adolescente contempla otras opciones que la primera persona que la vida le propuso. Al resultar casi siempre inviable la relación, se derivan todo tipo de consecuencias psicológicas negativas, que dan origen a una población muy aquejada de ansiedad, depresión y enfermedades inducidas o agravadas y también, claro, una alta tasa de suicidios.

Según refiere el cura en su diario, estos desórdenes creaban en sus feligreses fuertes sentimientos de culpa, injustificados pero comprensibles, pues ninguno excepto el propio Martelho conocía el caracter incontrolable de la dolencia. Algunos se daban cuenta de su problema y se sentían anormales. Otros solo veían su sufrimiento y embarrancaban en la autocompasión. Cuando empezó a tener una visión global del problema intentó aliviar este dolor explicando individualmente que se trataba de alguna clase de enfermedad desconocida, pero dejó de hacerlo cuando constató que las personas evitaban hablar de ello y esperaban de él solo el servicio religioso, sin dar crédito a sus investigaciones. Le preocupó perder su propio prestigio profesional como sacerdote y poner en peligro la asistencia a los oficios. Vio que nadie estaba interesado en airear estas cosas y dejó de hablar de ellas.

Sin embargo, muy sorprendido, intelectualmente fuerte y poco dado a aceptar supersticiones, no cayó en la tentación de achacar estos desórdenes al maligno y, en la medida de sus posibilidades, prefirió buscar causas científicas. Puso en práctica sus conocimientos de química y creyó detectar tasas anormales de radón y azufre en el interior de los edificios. Esto le hizo pensar que sería útil estudiar la actividad de esa combinación de gases emanados del terreno en la bioquímica del cerebro, de modo particular en la producción y alteración de feromonas y otras hormonas relacionadas. Pero todo esto excedía mucho su capacidad y sus recursos. Así que renunció a intervenir y se convirtió en un observador y anotador atento.

Aún hoy, igual que en los registros del cura, un número considerable de personas, tanto los nativos como los pocos extranjeros arraigados, rompen su cadena renunciando a buscar pareja tras algunos intentos y abocan una vida solitaria, ocupando cuando es posible alguno de los islotes periféricos que van haciéndose habitables. Frecuentemente pierden también interés por los aspectos prácticos de la vida y se convierten casi en ermitaños. Ya no molestan a nadie, pero reducen de tal modo el ámbito y el tono de su actividad que recuerdan a bonsais leñosos.

Para los que no se aíslan no hay mejores expectativas. El ánimo se oscurece. Pierden la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas y se aferran a lo suyo con creciente amargura y desesperación. Se vuelven melancólicos, violentos o simplemente tristes. Una pequeña parte de ellos, gracias a estos sufrimientos, terminan desarrollando la humildad de volver los ojos hacia quien les quiere y encuentran la felicidad, a menudo en el final de su vida. Pero esto no es común. La mayoría son fieles de por vida a su ilusión de amor y son como quien va persiguiendo a su sombra.

Cuando una persona muere, paradójicamente no libera a sus dependientes, pues estos siguen atados por un anhelo insatisfecho que ya no puede ser desengañado por el comportamiento del objeto de su amor. Su imagen queda fija en la mente, como un ídolo silencioso.

Como es de esperar, personas tan infelices no tienen desarrollado ningún sentido de hospitalidad y los visitantes ocasionales sufren su carácter retraído y huraño. Tal vez por eso escapan pronto de aquí y prefieren olvidar cuanto antes este antipático paréntesis de su vida. Mucho mejor así, pues con cada día de estancia aumentan sus probabilidades de verse atrapados por estas extrañas distorsiones.

No se entiende cuál pudiera ser la causa. Desde luego, debe tratarse de factores ambientales, pues afectan tanto a los visitantes que se establecen en las islas como a los nativos. Las intuiciones del cura pueden tener una base real. Pero en una sensatez elemental, será mejor para nosotros, que afortunadamente no vivimos así, mantenernos alejados de estas islas. Yo por mi parte regresaré a casa sin demora en cuanto pueda terminar mis estudios lingüísticos, aunque es posible que decida prolongarlos unos días más, pues aún me faltan datos para comprender las peculiaridades de este idioma. Estoy casi seguro de haber encontrado en uno de los habitantes de esta isla Mayor (una mujer joven de extraordinarios ojos verdes y silencios oceánicos) una forma de comunicación no verbal que, si pudiera entender completamente, se convertiría sin duda en un descubrimiento científico de primer orden. Ya te contaré más en la siguiente carta.

Transmite mi cariño a toda la familia y a los amigos. Muchas veces os recuerdo con nostalgia. No tardaremos en volver a vernos.

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La pradera

Es una tarde quieta. Hay una calma limpia en la pradera. Pájaros que negocian. Rumor de agua. Algunas nubes blancas sobre el cielo radiante.

La cierva joven ramonea tranquila la hierba de la orilla. Ha nacido ya libre. No conoce ningún peligro serio. La chatarra oxidada de un coche junto al agua no significa nada para ella. Algo como los troncos caídos de los árboles viejos.

Los grandes ojos negros la llevan al azar, de bocado en bocado. No tiene prisa. Hay comida bastante.

La chica que la mira desde lejos se acerca confiada. Ni siquiera le preocupa hacer ruido. Una rama partida al caminar levanta la cabeza de la cierva. Pero ella sigue andando. La cierva siente curiosidad, pero se queda inmóvil.

La chica se acerca más. Ha sacado un racimo de bayas azules del zurrón. No hay muchas de estas por aquí. Se ha sentado en el suelo y espera con paciencia. Le ha tendido la mano con la ofrenda de frutas. El animal se acerca despacio y alarga el hocico tembloroso. Olfatea. Todo está bien. Vamos a comer esto.

Prueba un tímido bocado. Está muy bien. Sigamos.

Pero entonces, un ruido que no encaja. Un sonido de ramas que se quiebran, cerca, mucho más fuerte. Levanta la cabeza, tarde para escapar. La sombra rápida se abalanza. Todo acaba en tres saltos y un chasquido.

El tigre come la carne casi viva. Mirándolo con la cabeza un poco ladeada, aún sentada, la chica saborea las bayas azules y espera. Cuando el animal levanta la boca enrojecida, la chica se acerca y se le abraza. Se rozan, se sonríen. Murmuran sus palabras de amistad.

La chica ha ensillado a la bestia con una vieja manta y unas correas. Ha montado a su lomo y juntos han trepado esa ladera hasta la cima. Se han detenido y miran el crepúsculo. Contemplan embebidos la belleza invariable del cielo sobre el mundo. Contemplan serios los infinitos cambios de la luz que se escapa. Contemplan con nostalgia las sombras grises y negras de la vieja ciudad abandonada.

Las ruinas cenicientas y mordidas contemplan orgullosas a sus hijos.

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Atravesar

Como para gestar una vida nueva, veo ahora la necesidad de descansar, de cuidarme, de aprender el amor por donde más difícil me ha resultado siempre, por mí misma. En esto acepto, incluso agradezco el tiempo gratuito que me ofrece la enfermedad.

Las mañanas se escapan veloces, entre visitas y conversaciones, desayuno y comida, higiene, tratamientos, medicinas, teléfono. Rodeada de gente, acolchada de afecto y de flores.

Las tardes son distintas. Hay largos espacios vacíos. Sobre todo, ese tiempo que se supone debo dedicar a la siesta. Ahora que no tengo nada urgente, pero tampoco sueño, lo ocupo haciendo memoria de todas las cosas.

Mis recuerdos contigo ocupan una gran parte de ese tiempo. Vuelvo sobre ellos una vez y otra. Al fin me dí cuenta de que estaba buscando algo. Iba vagando inquieta de escena en escena, como un sabueso olfateando todo, como si hubiera una imagen concreta que pueda contener la clave de todo este misterio, la respuesta a todas las preguntas, algo que iba a dar sentido al cuerpo inútil tendido en esta cama.

He visto muchas veces lo agradable y lo triste, la primera pasión, el esfuerzo compartido, los cantos a dos voces, los proyectos, los hábitos comunes, los partos, las discusiones, las infidelidades, el tedio, las separaciones, las reconciliaciones. No encuentro nada llamativo en todo eso. Nada que no haya visto casi idéntico en las vidas de todas las personas que conozco.

Pero también hay cosas que siento singulares y propias, escenas en las que te recuerdo único, luminoso, irrepetible. Son como fotos de lo más verdadero, enmarcadas y puestas en mi altar interior, al lado de la vela y del incienso.

En la más fija de todas esas imágenes estamos atravesando un río de montaña. Teníamos como mucho 20 años. Yo temblaba de miedo y solo podía mirar el agua. Resbalaba a cada paso y no podía avanzar más.

Tú tiraste la mochila a la orilla y volviste a por mí. Me tendiste la mano sin hablar. Levanté los ojos y me enganché a tu expresión de firmeza y confianza. Una expresión nueva, que me borró el miedo de golpe. Me pareció que te conocía en ese momento, que antes no te había visto jamás. Entonces conseguí respirar un par de veces profundamente y luego dí el salto necesario para alcanzarte. Y llegué a la orilla sin caer.

Tanto se repite este recuerdo que me ha hecho pensar. ¿Qué había ahí? ¿Qué tenía de único esa mirada tuya? ¿Cómo supo transmitirme el valor necesario?

Ahora la recuerdo y veo que aquella no era tu mirada, igual que la confianza que sentí no era mía. Algo más seguro y más fuerte que nosotros. Ni tú ni yo estábamos aún maduros para mirar así, para dar ese pequeño salto en el tiempo de 10 segundos y compartir la certeza de lo que iba a suceder.

Y es curioso. Algo tan sencillo como esto, tan poco importante y que tal vez solo sea una ilusión, se me presenta ahora lleno de gracia y de misterio, e incluso me parece que me ha dado la fuerza para seguir toda la vida buscando dentro de tí y de mí. Y que en mí tendrás siempre un espacio abierto. Y que esto me gusta y, en cierto modo, hace brillar la vida rutinaria y modesta que hemos compartido.

Como para encajar el flujo de mi vida y la tuya en un cauce más ancho, necesito recapitular estas pequeñas cosas para decírtelas mañana mismo en tu visita, ahora que aún pienso con claridad y puedo apoyarme en la gratitud más cierta de mi vida para saltar sola a lo desconocido.

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Era mi padre

Desde la adolescencia crecí inseguro de mi origen, interpretando las débiles señales de mis padres como evidencias de algún misterio familiar inconfesable.

El único hermano de mi padre había muerto muy joven, a los 28 años, por causas confusas relacionadas con la mujer que amaba. No obtuve un relato más o menos claro de esa historia hasta hace muy poco, cuando para mí ya importaba poco.

Los dos hermanos eran camaradas y compartían casi todo. Solo se llevaban dos años. Muy deportistas, ambos en la élite local del atletismo. Compartían amistades y también el trabajo. Eran socios únicos propietarios de un taller mecánico de mucho éxito, el mayor en la Zaragoza de la posguerra, que tenía a la muerte de mi tío unos 30 trabajadores. Se ganaban muy bien la vida.

Al morir dejó a mis abuelos destrozados para siempre. No pudieron recuperarse. Solo puedo recordarlos de luto extremo, jamás les ví una sola prenda más clara que el negro bruñido por los lavados, a excepción de las camisas blancas del abuelo, que mi madre le obligaba a llevar en los últimos años cuando, ya viudo, vivía en nuestra casa. Antes de eso, hasta las camisas eran negras.

El luto no era solo exterior. Eran incapaces de cualquier emoción ligera, no digamos de alegría. Todo en ellos era amargura, rencor y condena. Odiaban a mi madre y procuraban aplastar cualquiera de sus expresiones de vida. No soportaban oírla cantar, cosa que le encantaba. Procuraban hacerle conocer su odio todos los días. Mi abuela me enseñaba a defenderme de los tortazos de mi madre poniendo el codo de manera que se hiciera daño. Y me enseñaba a contestarle cuando me regañaba. Pasear con mi abuela era oírla criticar a mi madre sin parar. Habría querido separarme de ella, sin percibir que yo la necesitaba.

Odiaban y despreciaban a mi padre ¡y se lo decían muchas veces! ¿Por qué no te morirías tú, en vez de tu hermano?

Sin embargo, a mí me querían mucho. Me mimaban y les gustaba tenerme cerca. Me acompañaban cuando estaba malo y me contaban cosas del pueblo. Cuando estuve en cama cerca de tres meses por una hepatitis, a los 8 años, mi abuelo no se separaba de mi cabecera más que para dormir. Como no sabía muy bien de qué hablar, me leía el periódico entero. Muy despacio, claro, casi sílaba a sílaba, porque no estaba entrenado en la lectura.

Nunca se hablaba de mi tío. Solo sabía que había muerto de pulmonía, después de noches desesperadas de borrachera, a consecuencia de alguna tragedia de amor. Eso y un par de fotos en el grupo de amigos.

Mi padre me trataba con un desprecio activo y humillante, la misma actitud de los abuelos para con mi madre. Nunca me dedicaba una palabra amable y aprovechaba la mínima ocasión para hacerme ver que yo era completamente inútil para todo.

Mi madre y mis tías (sus dos hermanas) me adoraban y me protegían. En exceso, quizá, como veo ahora, pero lo entiendo. Yo nací el primero de toda la generación de primos. Pasaron 4 años hasta que nació el segundo. En esos años concentraron en mí todo su instinto maternal.

¿Qué niño puede asimilar todo este desconcierto? En algún momento, a los 13 o 14 años, empecé a imaginar con aquellos datos una historia que explicase todo el dolor que se respiraba en mi familia, como si entenderlo fuese a ayudarme a vivir en él.

Poco a poco fui construyendo el argumento del misterio. Con los datos insuficientes que caían a mi alcance, encolados y completados con la imaginación. La historia era así de simple: Mi padre no era tal. Yo era hijo de su hermano. Mi padre lo supo. Estalló el escándalo puertas adentro. La consecuencia final fue que mi tío deliberadamente se entregó a la farra con desprecio de su vida y murió. Mis abuelos me querían porque era lo único que les quedaba de su hijo predilecto. Mi padre se había visto obligado a cargar conmigo.

Me parecía que esto explicaba toda esa montaña de odios y desprecios. Y sobre todo, en lo que me concierne, explicaba el odio y el desprecio que sufría de mi padre. Intenté averiguar datos más claros, pero fue imposible. Yo no confesaba el motivo de mi curiosidad y nadie quería hablar de esas cosas.

Y así crecí. Mi padre nunca hablaba conmigo y nunca elogió nada de lo que hice. Nunca me hizo un regalo de cumpleaños. Nunca me ayudó en nada. Conocía muy bien su desprecio, gracias a su frase preferida: tú lo que eres es un inútil. Y yo, inseguro pero prepotente, con rechazo a cualquier tipo de autoridad y lleno de iniciativas que superaban mi capacidad y que acometía con gran energía pero abandonaba al primer contratiempo, tampoco podía contradecirle con hechos. Todos mis proyectos fracasaban o me aburrían.

Desarrollé una oposición declarada a su figura. Cuando se ponía humillante o violento con mi madre, yo saltaba como un resorte a defenderla con gran agresividad, hasta los empujones y los puñetazos, de los que nos separó mi madre varias veces. Esa fue siempre nuestra relación. Me marché muy joven de casa y me casé por primera vez a los 21 años.

A los 52 años me había casado tres veces, había tenido cinco hijos, había dejado varios buenos trabajos. Y llevaba 30 años explorando distintas prácticas espirituales, en busca de la paz que echaba de menos.

Entonces él enfermó. Una mancha en la cara creció y se reveló como carcinoma. Durante los primeros meses lo negó, recurrió a curas con arcilla y con ajos, las dos panaceas de su fe en el naturismo. Luego se vio obligado a entregarse a los médicos y empezó una serie de operaciones, trasplantes de piel, vendajes de momia y debilitamiento.

Y con esa debilidad progresiva llegaron los cambios en nuestras vidas. Recuerdo como una revelación la primera vez que lo visité en el hospital, tras su primera operación. Algo en él y algo en mi mirada había cambiado. El había aceptado que no era dueño de su vida y consentido en que otros, los médicos, tomaran los mandos. Se había entregado. Y yo lo veía ahora con un sentimiento nuevo de compasión. Me fue fácil entonces pedirle perdón por todas mis rebeldías. Inmediatamente me respondió con total apertura, desmontando cualquier resto de duda en mí. Me dijo cómo siempre me había querido, cómo nunca había sabido expresarlo, cómo lamentaba nuestros episodios de violencia; lo orgulloso que se sentía de ver cómo había cambiado yo, cómo había conseguido llevar adelante mi vida.

Estaba frente a mí diciendo todo eso y yo sabía, más allá de cualquier duda, que era cierto. No estaba solamente oyendo sus palabras. Estaba viéndolo y oyéndolo a él, que me hablaba con todo el ser. Estaba viendo, por primera vez, a mi padre. Creo que por primera vez estaba viendo de verdad a una persona. Después de mi madre, muerta ya años atrás, mi padre fue la primera persona que de verdad ví.

A partir de entonces tuve muchas confirmaciones de ese cambio. Constaté repetidamente cómo él hablaba bien de mí a todos. Me dí cuenta de que él también había vivido aquel momento de unión.

El proceso de su enfermedad duró tres años y fue muy duro. El último año lo pasó sin salir de casa, porque no quería que nadie lo viera así, con la cabeza vendada sobre las horribles llagas y las cicatrices de los trasplantes. Tuvo fuertes dolores y soportó altas dosis de todo tipo de fármacos. Todo lo contrario a lo que había sido siempre su modo de vivir.

Aparte de las operaciones, no fue hospitalizado y vivió la enfermedad y la muerte en casa, con sus hijos. Fue dejando caer ante nosotros todas las ideas y costumbres a las que antes se aferraba. Manifestó una generosidad y una humildad que antes no le habíamos conocido. Se fue dejando a sus hijos mucho más unidos.

En el funeral, por impulso, me levanté al altar de la capilla y hablé bien de él a todos, dí gracias por él, agradecí la vida que él me dio, me despedí de él, recordé a todos la alegría de haber podido compartir con él momentos de claridad.

Una vez que se ha manifestado el sentido de todas estas cosas, sin esperarla ya, he recibido la información que me faltaba. He sido libre para volver sobre mis pasos y reabrir las relaciones que interrumpí en la juventud. Al recuperar el contacto con las hermanas de mi madre, he sabido que mi tío Jesús sufrió un terrible choque emocional al comprobar la infidelidad de su novia, a la que toda la familia conocía y con la que estaba a punto de casarse. Se entregó al desánimo, se debilitó, perdió las ganas de vivir y en pocos meses cayó enfermo y murió. Y esa muerte desencadenó la muerte en vida de sus padres y los transformó de tal modo que solo pudieron dar al hijo superviviente el agobio de su amargura. Mi padre tuvo que vivir con eso y era inevitable que lo transmitiera a sus hijos . Afortunadamente la muerte de su hermano sucedió cuando ya era adulto y responsable de su vida y ya no vivía con ellos. Y pudo soportar esa carga. Y afortunadamente esa herencia de sufrimiento no pudo apagarlo por completo y dejó en mi memoria profunda algunos trazos luminosos, pocos pero vivos, que han salido después a la luz. Como la escena que más recuerdo de él, en la que caminamos juntos y solos por el bosque, recogiendo fresas silvestres al primer sol de una mañana de junio. O cuando le acompañaba a la piscina, me enseñaba a nadar y yo admiraba su cuerpo de atleta. Estas escenas son ahora como medallas doradas en mi pecho.

En cierto sentido, sigo haciendo lo que hice en el funeral. Quiero seguir haciéndolo. Expresar mi gratitud por mi padre y, a través de él, por la vida que recibo a cada instante. Decir cómo me sorprende la belleza del diseño de la vida. Qué misterio tan profundo hay en el tiempo. De qué forma se unen en el presente todo el dolor, el gozo, todas las experiencias del pasado para abrir justamente esa puerta que ahora debe abrirse. Y qué necesarias son en mi vida todas las personas que la pueblan. Y cómo pueden el odio, la violencia, el sufrimiento, la soledad y el infierno disolverse en instantes y dar paso a la claridad.

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         7 [413]         

El juego de los nombres

La pasión de amor suele durar lo que tardan los enamorados en conocerse. Ellos lo sabían, porque lo habían comprobado muchas veces en sus amigos, pero para sí mismos no quisieron aceptarlo. No renunciarían al sabor de esa vida exaltada que estaban disfrutando. Así que idearon un modo de poder vivir sin límite de tiempo el proceso extenuante de acercarse sin llegar a poseerse jamás.

Temían llegar a conocerse por completo. Debían ser conscientes de qué cosas ignoraban del otro. Debían intentar conocerse, pero confiaban en que no lo conseguirían nunca. Tenían fe en lo ilimitado de sus almas, en que siempre quedarían zonas ocultas que mantendrían vivo el misterio.

Así iniciaron el juego de los nombres. Era una especie de recurso para exorcizar el hábito. Escoger cada día un nuevo nombre para el otro, no un nombre idealizado, sino uno veraz y que revelase un aspecto real de la personalidad, del físico, las habilidades o torpezas, o la manera de hacer las cosas. Cada nombre tendría validez solo durante un día. Luego sería desechado y buscarían otro nuevo.

El juego funcionó bien alrededor de seis meses. Entonces se dieron cuenta de que se les estaban acabando los nombres veraces y empezaban a escoger nombres idealizados o imaginativos. Decidieron cambiar el juego. Pensaron que debían ir más lejos.

El problema era que estaban consumiendo los nombres y a la vez estaban consumiendo el amor. Habían equivocado la estrategia. Se les ocurrió que debían hacer justo lo contrario de consumir. Y también que no debían jugar en el terreno de las palabras, pues estas les llevaban a la larga a algo superficial e ilusorio.

Jugarían con su misma relación, con el tiempo que pasaban juntos, con la atención que se dedicaban el uno al otro. Extenderían todo eso para hacerlo cada vez más ancho y menos intenso. En vez de escalar una montaña de placer tras otra, prolongarían el tiempo como una llanura de hierba y así llenarían sus vidas de un contacto suave. Buscarían expresiones más tranquilas de la emoción, caricias más sosegadas, más espacios de silencio entre las palabras. Nunca tendrían prisa. Un solo nombre les bastaría para eso. Compañero. Compañera.

Así consiguieron mantener el interés hasta seis años. Entonces empezaron a ver que ya no había más espacio que ocupar, que el amor se estaba convirtiendo en una dulce costumbre. Y les dio miedo, porque recordaban cada vez más los primeros tiempos de los nombres apasionados, cortantes y excitantes.

Se tomaron un tiempo para examinar el problema. Y vieron que aún no era tarde. Que aún conservaban un resto de la atención, de interés en el otro. Aún querían estar juntos. Aún se amaban, a pesar de que se conocían muy bien. Se conocían bien y, sin embargo, había algo al fondo, detrás, que les quedaba oculto, inaccesible.

Entonces se dieron cuenta de algo más. Ya no bastaban los detalles. Querían conocerse de un modo absoluto, hasta el extremo de fundirse y no ser más dos, sino uno.

Y empezaron a buscar el modo. Como lo buscaron con la paciencia infinita del amor, lo encontraron. Ahora están aquí, conmigo, y yo los amo. No se dan nombres ya. Ya se conocen.

Seguramente ahora te preguntas qué fue lo que encontraron, cuál fue el modo de conocerse sin dejarse de amar. Me hicieron prometer que no os estropearía esa hermosa sorpresa.

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         8 [414]         

Cambio de vía

Una noche estaba haciendo alguna cosa en el ordenador cuando ví mensajes nuevos en el Facebook. Uno muy sorprendente en especial. Un mensaje de Marisa, la primera chica que amé, mi primera relación adolescente.

Así que, con sorpresa, me ví impulsado a un retroceso de medio siglo hasta un tiempo olvidado.

Toda mi vida de niño se movió en un círculo muy pequeño. Viví toda mi infancia y adolescencia, hasta los 20 años, en la misma casa donde nací, en Las Delicias, un barrio de Zaragoza que era entonces periférico. A 200 metros de mi casa empezaba el terreno deshabitado. La línea del ferrocarril, dos vías que comunicaban la ciudad con el país y otras tres o cuatro vías de maniobras, separaban mi barrio del de La Química, más al norte, y se adentraban al este hacia el interior de la ciudad. En ese tiempo las vías no estaban como ahora soterradas, ni siquiera protegidas por vallas. Por ellas se movían grandes y pequeñas locomotoras negras de vapor, con sus perfiles rojos y dorados y sus penachos de vapor blanco y humo gris, difundiendo los olores del fuego de carbón y los estruendos y chirridos de su esfuerzo.

En aquellas vías jugábamos los niños de los dos barrios y junto a ellas entrábamos a los descampados, terraplenes, acequias, veredas y desmontes del arrabal y más allá a los campos de cultivo que aún resistían el avance de la ciudad. Por ellos se movía algún rebaño de ovejas, rebuscadores de carbón que recogían lo caído de las locomotoras, recolectores de espárragos silvestres, de regaliz, de caracoles, parejas ensimismadas y nosotros.

Los críos íbamos a lo nuestro. A bañarnos en las acequias, a buscar regaliz, a robar mazorcas en los campos. Las mazorcas tenían dos usos. Comer el grano y secar y fumar las hebras, los estigmas color cobre. También íbamos a guerrear. Batallas a pedradas entre las pandillas de un lado y otro de las vías. Batallas con víctimas de sangre que nunca fueron graves, pero perfectamente podían haberlo sido.

Ese era el ambiente en que a los 13 años descubrí que vivía. Lo descubrí de pronto, porque fue la edad en que mis padres empezaron a aflojar su control exagerado sobre mi tiempo. Entonces empecé a disfrutar horas de libertad. A esa primera libertad contribuyó una segunda ocupación de mis padres, que abrieron un kiosco bar en los jardines que unían mi calle con las vías. Yo les ayudaba los días de fiesta y los demás días al volver del instituto. A cambio, en los periodos de descanso, podía moverme un poco en ese ambiente medio salvaje de los niños.

Nadie nos controlaba. Éramos bastante libres y lo aprovechábamos a fondo. Chicos y chicas teníamos mucho que aprender de lo que no se enseñaba en las escuelas. Todos empezábamos a maniobrar hacia las imaginadas delicias del amor, torpemente pero con mucho interés.
Así que nuestra vida fuera de las casas eran juegos de guerra y de amor. Yo no destacaba en la guerra y me inclinaba más por el amor.

Marisa fue la primera chica que me gustó. Yo estaba a mitad de los 13 años, ella a final de los 12. Cuando dejamos de vernos solo habían pasado unos meses y yo acababa de cumplir los 14. Pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos. Paseábamos, nos cogíamos las manos, hablábamos sin parar. Me enamoré de sus ojos grandes y de su cara ovalada y de la línea limpia de su boca y de su conversación. Me gustaba hablar con ella. A ella le gustaba hablar conmigo. De qué hablábamos, ya no puedo recordarlo. Nos queríamos. Queríamos estar juntos. Nos besamos pocas veces. Yo quería avanzar más deprisa, ella se defendía un poco. Me gustaba de verdad. La quería. Quería descubrir todo con ella.

Una tarde tormentosa de verano fui a buscarla a donde solíamos quedar, a unos pasos de su casa. Llovía. Esperé mucho tiempo y fui impacientándome. Esperé mucho, mucho más. Solo me sirvió para imaginar muchas veces todas las posibilidades, sobre todo las más amenazantes. Pero no podía decidirme por ninguna, así que conocí a fondo la incertidumbre. Al cabo de tres horas la vi acercarse. Venía de las vías, acompañada por un grupo de chicos y chicas mayores que nosotros. Debían tener 18 o 20 años. Uno de los chicos la llevaba cogida por el hombro. Me quedé paralizado. Al cabo de unos pasos los ví darse un beso rápido y ella salió corriendo hacia mí.

En los segundos que le costó llegar, yo cerré el guión de mi película. Estaba clarísimo. Ella tenía una vida que me ocultaba, y con alguien mayor que yo, con quien no tenía posibilidad de competir. Me había engañado. No me quedaron dudas. Yo había sufrido la espera. Yo había visto el beso. Luego, en toda la vida, en los 50 años que siguieron, jamás lo puse en duda. En un instante se decidió mi vida. Aparté a Marisa de mí antes de que llegara jadeando y llorando. Me pedía perdón, quería explicarme lo que había pasado, lloraba, tenía miedo.

No escuché, ni pensé, ni esperé. No vi su llanto ni su miedo. Solo había mi humillación. Y un violento rechazo. Reacción automática de odio. No recuerdo lo que dijimos. No recuerdo ni siquiera el dolor. Solo la humillación y el odio. No podía verla más.

Sí la vi. No recuerdo si una o dos veces, al cabo de unos días. Ella seguía queriendo hablar y explicarme lo que había sucedido. No recuerdo aquellas entrevistas. Solo que no creí ninguna de sus palabras y no cambié mi decisión. En unas horas había transformado el rechazo en verdadero desprecio. Luego ya no volví a verla ni a saber de ella. La sustituí de inmediato por la chica con la que terminé casándome y es la madre de mi primera hija. Las exigencias de la nueva relación y de la vida se extendieron y borraron todo aquello.

Tengo 65 años. Hace un mes no recordaba nada de todo esto. Recordaba a Marisa como la primera si me ponía a pensar en las mujeres de mi vida. Pero no me quedaba ni siquiera recuerdo de todo el sufrimiento de aquella tarde. Ha pasado medio siglo, tres matrimonios, seis hijos y muchas otras personas y cosas desde que la dejé.

Hasta que leí ese mensaje. Me sorprendió mucho y me puso en guardia. No era normal. Tenía que haber una razón muy poderosa para que Marisa quisiera de pronto contactar conmigo. Contesté a su mensaje y nos dimos los teléfonos. Un par de días más tarde hablamos un rato largo. Diez días después nos vimos en Zaragoza, en la primera ocasión posible. Estas dos conversaciones son las únicas hasta ahora. Cuando acabe de escribir esto se lo mostraré y le pediré que lo complete con sus propios recuerdos, si quiere. Me gustaría tener estos recuerdos lo más claros y veraces posible.

Sigue hablando con claridad y facilidad. Sigue gustándome hablar con ella. La escuché y le hablé. Intercambiamos los recuerdos de todo lo que sucedió. En mi memoria se fueron despertando las imágenes que estaban enterradas.

Me dijo que me había encontrado en Facebook por casualidad, buscando a otra persona para su empresa. Me dijo que se había dado cuenta de que necesitaba contarme lo que realmente pasó y reprocharme que no hubiera querido escucharla. Me dijo que es consciente de que aquellos días definieron para siempre su modo de relacionarse con los hombres y su modo de vivir el amor. Me contó cómo recordaba aquella tarde:

Era sábado, sobre las cinco de la tarde. Ella bajó a la calle antes de que yo llegase. Estaba lloviendo bastante. Me esperaba con su paraguas. Pasaron tres chicas, conocidas del barrio pero no amigas. No llevaban paraguas y le pidieron que las acompañase. Las acompañó hasta una casa al otro lado de las vías. Era un guateque. Las chicas la invitaron a tomar un refresco en agradecimiento. Aceptó. Cuando quiso marcharse, encontró la puerta cerrada con llave. Nerviosa, pidió que le abrieran. Entonces empezaron los chicos a reírse de ella y se negaron. Dijeron que tenía que quedarse hasta el final. Se rieron del miedo que pasaba. No pudo convencerlos. Tampoco pudieron las chicas, a quienes no divertía ese juego cruel. Al acabar la fiesta abandonaron la casa, pero no la dejaron libre. El líder de la pandilla seguía intentando alargar ese juego de poder y la sujetaba. Le exigía un beso para dejarla marchar. Ella estaba ya loca de miedo y al verme consintió en dar ese beso y salió corriendo hacia mí.

Mientras me lo contaba se fueron despertando mis recuerdos. Sus zapatos negros de charol, sus calcetines de canalé blancos, sus grandes ojos negros, sus nervios y su llanto, la tortura de las tres horas de espera, la lluvia, la incertidumbre, el cese de la lluvia, el grupo que aparece, el beso rápido, su carrera hacia mí... y ya no hay más. A partir de ahí, no puedo rescatar nada más de la memoria profunda, donde sin duda está enterrado mi dolor, mi desconsuelo, lo que sea que haya sentido entonces y que no pude soportar ver cara a cara.

Ella hablaba y me iba explicando cómo a partir de entonces no ha podido establecer una verdadera relación de confianza con un hombre. Que todas sus relaciones y al final, su matrimonio, han sido distorsionadas por el miedo a la crueldad y al juicio. Que no ha podido entregarse completamente a nadie. Ella iba hablando y yo iba viendo cómo también yo mismo había sido deformado por esa breve escena. Y cómo la verdadera distorsión, la mía y la suya, la había creado mi incapacidad de abrir el corazón y escuchar. Cómo algo anterior, que ya estaba en mí antes, había interpretado los datos que recibía y había escogido unos y despreciado otros para construir una justificación para la muralla de seguridad que se veía obligado a levantar alrededor.

Fue terrible darme cuenta de que no recuerdo en absoluto el dolor, ni el suyo ni el mío. Aún no he podido revivir ese dolor. Las emociones que recuerdo son la ira y el desprecio. Pero debió existir el dolor en mí, igual que existió en ella. Corté el dolor de raíz y lo cambié por ese juicio sin compasión. Fui juez por primera vez, la desterré de mí y sin darme cuenta me condené a mí mismo a la misma pena.

Mi amor era aterradoramente egoísta. Me dí cuenta de que la escena vivida no había sido la causa de mi interpretación errónea, que había una oscuridad anterior, hechos anteriores, conflictos anteriores o una naturaleza anterior que estaban más cerca de ser la causa. Pero también vi los efectos, los hechos que la escena había desencadenado y que se habían convertido con el tiempo en patrones inconscientes de comportamiento.

No puedo soportar esperar a nadie y mucho menos a una mujer. Si una mujer me hace esperar diez minutos me indigno y empiezo a sentir deseos fuertes de marcharme.

Desconfío de las mujeres. En cada hombre que se acerca a ella veo un competidor. Experimento celos anticipados e injustificados. Necesito que me lo cuente todo. Quiero controlar.

Ante el rechazo, o simplemente la sospecha de ser rechazado, en cualquier circunstancia, retrocedo un paso interiormente y me alejo de la persona. Me instalo en una mirada de superioridad desde la que hablo con dureza y frialdad, eligiendo sin consciencia las palabras que hacen más daño.

Tengo un miedo enorme a que la relación se derrumbe. Es casi una certeza de que saldrá mal. Por eso no llevo nada bien que aparezcan cosas o personas nuevas en el entorno, me siento amenazado. Pero esto es completamente incoherente conmigo, porque soy sociable y tengo un fuerte sentimiento de la importancia de la relación entre personas y de los lazos invisibles que nos unen con nuestros círculos de relación.

Todo esto está por ahí abajo, profundamente enterrado y emergiendo de vez en cuando a través de las capas de comportamientos sociales y las ideas de lo que está bien y lo que está mal. En los grupos en que me muevo no está nada bien visto ser posesivo o sentir celos y supongo que intento mantener una imagen de buen chico y mejorarla. Pero con cada nueva relación todo esto tarde o temprano explota. Me veo obligado a verlo. Es inconfundible. No puedo engañarme más. Sale con una fuerza enorme.

Ahora, con la visión que me aportó Marisa, estas cosas oscuras empiezan a ser iluminadas. Cuando emergen de nuevo esos fantasmas, casi siempre los reconozco enseguida. Ya sé de dónde vienen y sé que no van a ninguna parte. Aún me causan dolor y me perturban un momento o un rato, pero pronto se aburren y me dejan en paz. Tengo una de las claves que me faltaban. Esto ha restaurado mi confianza y me ha afianzado en mi propósito de atención y paciencia.

Sospecho que en gran parte soy yo mismo quien ha movido los hilos de mi vida. Creo que fue erróneo pensar que hay elementos ajenos que desvían mi vida. Por ejemplo, podría no ser cierto que el desprecio de mi padre haya generado mis fragilidades. Podría ser más bien una figura de poder que he usado en el guión de mi película. Creo que tenía que vivir así. Creo que he querido vivir así. Creo que estoy más o menos en el punto en que quería estar.

Al no poder escuchar, al adoptar una actitud rígida y fría, yo mismo alimenté día a día en mi mente a los modos de pensar, sentir, y reaccionar que me hicieron infeliz toda mi vida y no me permitieron disfrutar de una vida emocional sana. Yo creé mis fantasmas y les dí su poder.

Entonces no he vivido, como parecía, poseído y condicionado por factores externos. He vivido por propia voluntad experimentando una y otra vez algo que quería experimentar, hasta asimilarlo y entenderlo bien. Ya no hace falta seguir. Ese trabajo está hecho. El sufrimiento vino de no ver el sentido global de los hechos de la vida, al considerarlos por separado como fenómenos, de un modo fragmentado. Pero esa no es su naturaleza. Parecen más expresiones y manifestaciones de un propósito de mayor alcance. Ahora no hay tanto sufrimiento y las apariciones de los fantasmas son menos y más cortas.

Puedo desactivarlos ahora gracias a la información que he recibido de personas muy unidas a mí, que yo mismo sincronizo de un modo misterioso, pues se mueven a mi demanda y responden a las preguntas que hago. Ese yo, por tanto, es más amplio y más hondo que yo. Incluye a las personas que amo. Yo no soy solo yo.

Siento que vuelvo a tener una oportunidad de vivir en libertad, de amar limpiamente, descubriendo vínculos de luz con almas hermanas. Creo que ahora es posible. No es seguro, pues el amor tal como lo experimento es amigo del riesgo y contrario a la seguridad. Pero sí es menos difícil. Me siento más ligero, más flexible, más fuerte y más capaz de seguir mi camino.

Ahora por fin, no tengo proyecto sino el de abandonarme a este rastro de amor que me llama. Aún queda mucha carga en la mochila. Sé que en este camino la perderé. Así es como debe ser.

Marisa y yo adolescentes nos tocamos en lo profundo y configuramos en gran parte las experiencias y las emociones del otro. Doy gracias a esta alma única que se comprometió conmigo por toda la vida. Gracias por conservar en el último tramo de la vida la apertura y el amor bastante para tocarme de nuevo, aún con el dolor que debe seguir guardando. Gracias por la valentía de atreverse a decir su dolor y dar salida a su rencor. Gracias por ella al misterio que nos anima y nos mueve.

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         9 [415]         

Bailaste para mí

Bien podrías haberte negado, o haber salido del apuro con unos pocos pasos aprendidos, o haberte avergonzado y no saber qué hacer.

Pero no hiciste eso. Bailaste entera para mí, sin reservarte nada y yo te ví desnuda y libre con mis verdaderos ojos. Fue un acto de entrega silenciosa, un acto de auténtica pureza.

Supe que soy un rey por el poder de tu ofrenda. No hubo en tí vacilación alguna, ni un solo segundo me dejó tu atención. Fuiste el amor, fuiste la vida para mí y generabas vida también para tí misma.

La música seguía. A mí me daba miedo porque quizá te estabas cansando, ibas a desplomarte, o ibas a darte cuenta de lo que estabas haciendo, razonar que yo ya había tenido bastante placer aquella tarde.

Pero seguiste hasta que terminó la música y el vino de tu danza mejoraba con el tiempo y me embriagué de tí y de los movimientos del aire en torno a tí y me sentía envuelto en tu mirada, en tu aliento, en los abrazos invisibles y ondulantes que proyectabas.

Hice un esfuerzo para no levantarme y danzar junto a tí, para no abrazarte y besarte, para no apropiarme del instante. Me quedé allí sentado en aquel éxtasis, adorándote. Refulgías ante mí como el sol. La danza era tuya y me la regalabas, con tal de que no quisiera intervenir. Tú disfrutabas ofreciendo y yo disfrutaba recibiéndote y así debía ser.

Percibía mi sonrisa de viejo tonto. Me daba igual.

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         10 [534]         

Aquí empieza el camino

Por orgullo, somos incapaces de soportar que los otros nos vean sufrir y fingimos que el dolor no existe.

Por amor, intentamos proteger del dolor a los prójimos y ponemos al mal tiempo buena cara para no afectar a los que queremos.

Por un anhelo de justicia, culpamos del dolor a una causa externa, nos sentirnos víctimas de un ataque inmerecido y desencadenamos contraofensivas violentas.

Por vergüenza, llegamos a sentirnos culpables de nuestro dolor y nos volvernos como jueces de nosotros mismos.

Por un miedo extremo, podemos incluso impedirnos sentir el dolor, construyendo una capa de pensamientos aislantes, o nos adherimos a creencias con gran fuerza de distracción.

La mente tiene la capacidad de hacer todas estas cosas y además combinarlas. Con ellas construimos nuestro patrón de conducta y cada vez lo aplicamos de modo más automático e inconsciente a las heridas del alma.

Si no fuera por estos patrones, viviríamos con fluidez, sin presentar resistencia a la vida, sin entrar en combate con la vida y sin huir de la vida. Pero estas estrategias del miedo son lo primero que se nos ocurre y, al principio nos envolvemos en ellas. Es fácil. Las tomamos regaladas del ambiente. Todo el mundo parece funcionar así. Es lo normal.

Cualquiera que sea la forma de la reacción, no ayuda a encontrar auténticas soluciones, pues el problema radical está siempre oculto en la parte más honda y oscura de la mente. La reacción se mueve en un nivel superficial del pensamiento y no tiene poder para calmar lo bastante el dolor ni disolver su causa. Lo que hace a largo plazo es aumentarlo, recrearlo y desviarlo a nuevas manifestaciones, cada vez más intensas y difíciles de abordar.

Al cabo de un tiempo largo aplicando estos patrones de respuesta al dolor, hay personas que se dan cuenta de que su lucha no les ha dado la victoria y sienten que tienen que corregir la estrategia. Se ponen a investigar, aunque les cuesta identificar en qué consiste el problema. Sin embargo, todas las antiguas soluciones ya no sirven y hay que seguir buscando.

Con suficiente atención e intención correcta, poco a poco van distinguiendo el miedo y descubren que se puede mirar de frente al dolor, de modo que gradualmente podamos conocer su naturaleza. No ignorarlo ni reaccionar inmediatamente en su contra. Verlo y saber que lo sientes. Acercarte a las causas del dolor sin volver la mirada. Querer averiguar qué te lo provoca.  Saber si es evitable o no. En qué medida su intensidad depende de nosotros mismos. Darte cuenta de que, igual que tú, los seres que están cerca tienen dolor como un elemento de sus vidas. Ver que no todos los seres lo afrontan como tú. Preguntarte por qué.

Esta forma de relacionarse con el dolor es atenta, comprensiva; el primer brote del amor en el alma. Y, por fuerza, paciente, porque el proceso es largo. Sabes que necesitas encontrar recursos que te permitan afrontar el dolor, pero no lo planteas como una batalla. Tampoco como una huida. Tienes que darte tiempo para encontrar  por tí mismo.

Cuando alguien se acerca a un camino espiritual de los muchos que se ofrecen, conviene que reflexione sobre estas cosas, pues siempre se acerca a causa de su dolor. Le conviene ser consciente de que lo que quiere es probar una nueva manera de relacionarse con el dolor y ver si le permite conocerlo mejor y encontrar su sentido.

Podrías creer que vas a entrar en una categoría distinta de ser humano que ya no siente dolor. Ojalá no sea así, porque esto desvirtuaría el camino convirtiéndolo en uno más de tus trucos dilatorios. Sería otra vez tu patrón equivocado de respuesta al dolor que no soportas, buscando hacerse más poderoso y alejarte de tí mismo.

Todo auténtico camino espiritual te dirá esto a las claras: que no pretende eliminar tu dolor, sino ayudarte a que lo veas como es. Y tampoco te permitirá engañarte con los logros: te moverás más libre y habrá más confianza en tu vida, pero siempre serás un aprendiz, siempre estarás empezando el camino, siempre necesitarás la misma intención atenta del primer día.

El camino será siempre nuevo para tí y cada día dirás: Aquí empieza el camino.

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         11 [535]         

La paciencia

El maestro ya casi no habla. Solo lo imprescindible para la vida cotidiana. Deme un kilo de arroz. Buenos días, buenas noches. Sí, por ahí se va a la ciudad.

Responde a las preguntas corrientes con sencillez y amabilidad. Si le preguntan sobre temas filosóficos, psicológicos o religiosos, responde casi siempre con una sonrisa de comprensión y afecto. A veces con una risa infantil. Pocas veces con palabras y son pocas las palabras y nunca categóricas.

Hace unos años sufrió una crisis profunda que le hizo examinar con atención su modo de relacionarse con los que venían a él en busca de ayuda.

Sucedió por amor. Como un milagro. Vio en otro ser humano la natural belleza del proceso de intentos, intuiciones, errores, dolor y gozo que acompaña el crecimiento de la confianza. Fue un instante. Una simpleza invencible vibraba, brillaba y crecía en el fondo del alma que estaba mirando. Supo que el proceso liberador de ese ser humano que contemplaba no podía detenerse, aunque atravesara cualquier momento de distracción o aparente retroceso. Y al mirar así, estaba mirando a la vez a su propia alma.

Este suceso se repitió muchas veces con otros seres humanos. Entonces pensó en sus torpes esfuerzos de ayudar y sintió vergüenza. Deseó conservar esa mirada de gracia para siempre y no hacer nada que pudiera entorpecerla.

Su modo de ayudar era antiguo y prestigioso. No lo había inventado él. Tenía habilidad para hacer preguntas transformadoras, que sacudían las inercias mentales del otro. Y tenía intuición y recursos para identificar esas inercias. Había desarrollado mucho esa habilidad.

Pero a la luz de su visión, comprendió que tendía a hablar demasiado. Entonces estuvo un tiempo examinando esa tendencia. Prestando toda su atención cuando hablaba. Se dio cuenta de que muchas veces, cuando intentaba ayudar a otro, se situaba en las experiencias de su propia vida y su mirada abierta hacia el otro perdía claridad.

Se dio cuenta de que su ego le había impedido ver que no había terminado su formación. Era este ego, que tenía aún el control, quien extraía las preguntas que hacía a sus discípulos de las respuestas que tenía anotadas y organizadas en su manual mental de sabiduría. De ese modo, invertía el proceso natural de la vida y cubría con sus propias preguntas las que el alma a quien quería ayudar estaba a punto de aflorar por sí misma. Esto ahora le parecía una especie de intromisión peligrosa e inútil. Admiraba el hermoso diseño del camino único de cada persona y le parecía sagrado e intocable.

Así que se dio cuenta -pero ahora con alegría- de que no era un maestro, sino un aprendiz. Y surgió en él un deseo nuevo. El deseo de no interferir, de no dificultar ni mediatizar el libre proceso de los otros.

Abandonó todos los manuales. Conservó con cariño y gratitud los libros inspirados que le habían servido para afrontar algún momento de la vida. No los rompió ni los rechazó, porque recordó que en sus páginas ya estaba escrita la advertencia de que eran solo un apoyo temporal y no debía darles poder sobre su propia libertad.

Ahora sabe que las preguntas deben ser genuinas, encontradas por uno en sí mismo, no formuladas por otro. Las preguntas que nacen así llevan en sí mismas las respuestas adecuadas, que se manifiestan en el momento oportuno.

Sabe que es un ser humano, al mismo nivel que todos los demás. Como los demás, tiene una mente llena de creencias, ideas y sugerencias de cosas que se podrían hacer para mejorar la realidad. Tiene un ego que anhela revestirse de todas estas cosas, para mostrarse él mismo mejorado. No entra en lucha con él, ni lo rechaza. Pero no siempre lo necesita. Y le está permitiendo descansar.

Está aprendiendo el arte de la paciencia.

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Torrente (2017-2019)